Stefano, como un pájaro asustado
Argentina, en especial Buenos Aires por ser el puerto y capital del país, fue receptáculo de nuevos géneros literarios y artísticos imperantes en Europa, generando un subgénero propio al que se llamó Grotesco Criollo.
El Grotesco devino del Sainete español, del Esperpento de Valle Inclán, los cómicos napolitanos de humor inocente y payasesco, y el naturalismo determinista de Emile Zola. Específicamente se lo asoció a las diferentes oleadas de inmigrantes provenientes de Italia y España, que venían a estas tierras lejanas a “fare L´América”.
Ya desde las primeras obras teatrales, como “El amor de la estanciera”, aparecidas a principios del siglo XIX el cocoliche formó parte del lenguaje del inmigrante: una combinación de su lenguaje natal con el del país.
Armando Discépolo dramaturgo, director y actor, fue el creador de este subgénero llamado Grotesco Criollo, entre sus obras se destacan: “Mateo”, Mustafá”, “El Organito”, “Relojero”, “Babilonia” y “Stefano”. En ellas supo expresar el sentir, las necesidades, el fracaso de aquellos inmigrantes que llegaron por oleadas a finales del XIX y principios del XX.
“Stefano” es la historia de un fracaso que parte de lo personal y se refleja en lo familiar. Se caracteriza por el patetismo de sus personajes. Fue estrenada por primera vez en el Teatro Cómico de Buenos Aires en 1928 y como si cumpliera un ciclo de revalorización en cada década se reestrena adaptada a la realidad sociopolítica del momento.
Esta nueva puesta realizada en Teatro La Máscara con dirección de Osmar Núñez se centra en el desencanto del artista que no logra componer su ópera y pasa toda su vida tratando de convocar a esa musa esquiva de la música que es Euterpe. Mientras tanto para vivir debe hacer arreglos musicales por monedas, para otros que ni siquiera aprecian su trabajo.
Osmar Núñez acertadamente llevó el mundo del conventillo (es espacio habitado por familias hacinadas) a un sótano, al que se baja por una escalera de caracol. Es el descenso lo que se conserva en los recuerdos, el descenso lo que caracteriza su onirismo y que metafóricamente representa un Stefano desangelado que está enterrado en vida y revolcándose en la sordidez de los reproches: tanto de sus padres italianos de origen que abandonaron todo por seguir tras los sueños de su hijo, como los de su mujer argentina que no puede comprender el significado de una ilusión. El que si lo entiende es Esteban, el hijo mayor de tres, que aspira a ser poeta y apenas puede garabatear algunas frases que pretenden semejarse a un verso. Dos destinos que se hunden en la desesperanza.
Osmar Núñez impone dentro de ese ámbito el misterio de un personaje borroso: la frustración, que siempre flota en el ambiente y se instala en cualquiera de los personajes, porque en todos subsiste ese mal enquistado del no poder llegar a ser lo que desean. Los padres porque añoran su Italia natal, la mujer porque sufre la pobreza, la hija: Ñeca, que siempre llora por todo y está dominada por la histeria, Radamés, el menor con la lógica de un disminuido mental, pero certero en sus apreciaciones, ya que expresa la verdad de un loco.
Núñez diseñó el escenario, con un espacio interior desolado e inhóspito, con escasa iluminación, lo cerró en un orden plegado en el que los personajes no pueden escapar de su entorno, salvo Pastore, un alumno. Es el único que proviene del exterior, y provee trabajo a Stefano, pero que tampoco puede escapar de la trampa de la desilusión.
Lo de adentro es el espíritu de Stefano y lo de afuera su circunstancia y entorno, ambos constituyen una dialéctica de descuartizamiento en el protagonista, que de por sí está instalado en una superficie dolorosa, absorbida entre el ser y la nada, y en donde su “estar allí” vacila y tiembla.
Osmar Núñez desliza su puesta entre esos mundos donde el espacio íntimo pierde toda su claridad y el espacio exterior su vacío. Él plantea el drama de una geografía íntima cuyo dilema es ¿dónde se puede habitar? La soledad del adentro no es lo ideal, pero el afuero tampoco es aconsejable, ya que pocos comprenden el repliegue del alma en su dolor.
Ese orden plegado, es un punto de vista psicológico al que Núñez lo relaciona con el inconsciente, ya sea personal o colectivo donde hay siempre una fuerza que trasciende la conciencia de los personajes. Mientras ellos creen ir a un sitio, van en realidad a otro. Mientras creen estar comportándose por la determinación de la voluntad, obedecen a leyes que transgreden continuamente esa voluntad. La impresión del espectador es la de que existe un orden escondido e inescrutable que dirige los pasos de cada personaje. Cuanto más difusos son los límites de esa realidad, más aprehensión se tiene de la vida.
En Stefano vemos como el hombre se estrella como un pájaro asustado en un universo familiar que se despedaza contra las paredes. A cada paso, muy bien marcado por Núñez, el protagonista tiene un encuentro con su “sombra”, que es la parte más oscura y siniestra de él, y con la que debe pactar.
El eje principal de Stefano es la soledad: del artista, de la persona, y del profesional que debe anteponer sus dolores y sus miedos, para poder cumplir con sus compromisos en todo sentido, especialmente los familiares.
Las excelentes composiciones de Norberto Gonzalo como Stefano, Elena Petraglia: la madre, Jorge Paccini: el padre, Pablo Mariuzzi: Pastore, dan la encarnadura precisa a esos personajes que aún fuera del tiempo tienen una vigencia extraordinaria para el artista contemporáneo, que como ellos sienten que están ajenos al mundo y dentro de una realidad que los atormenta y los empuja hacia un abismo muy profundo.
Konstantin Stanislavski sostenía que no existían personajes secundarios que había artistas sobre el escenario y eso lo demuestran María Nydia Ursi Ducó en su rol de Margarita: la esposa, Paloma Santos: Ñeca, la hija, Patricio Gonzalo en Radamés: el hijo y Lucas Soriano en Esteban, el hijo mayor y alter ego de Stefano.
Excelentes también el diseño de escenografía y vestuario de Alejandro Mateo, el diseño de luces de Cristina Lahet y el arreglo musical de Gerardo Amarante. En conjunto ellos cooperaron con el director para otorgar el clima onírico que caracterizó a la puesta y que permite recordar al poeta Rainer María Rilke que sostenía en una de sus cartas: “…la soledad limitada, que hace de cada día una vida, ésta comunión del universo, el espacio en una palabra, el espacio invisible que el hombre puede habitar”.
Beatriz Iacoviello
Teatro “La Máscara”, Piedras 736, Buenos Aires