A la deriva
De casa al trabajo. Del trabajo al supermercado. Y del supermercado a casa. Así es como habitamos la ciudad. La transitamos, de un punto a otro. Acostumbramos a omitir todo aquello que no está a la altura de nuestros ojos, y aquello que nos queda al alcance de la vista lo procesamos rápido, sin detenernos demasiado en detalles, señales, marcas reveladoras del pasado, del presente o del futuro que estamos viviendo. Tenemos la impresión de conocer nuestras ciudades y nada más lejos.
Después de una breve presentación en la que introducen a los caminantes –no confundir con los zombis protagonistas de la serie norteamericana- en lo que es una deriva, Eva Marichalar y Jordi Lafon nos invitan a iniciar la marcha. Es viernes por la noche. Vamos todos cenados, abrigados y en silencio. Somos unas cuarenta personas. Nos movemos como si fuéramos uno, todos guiamos y no guía nadie. Es extraño. Caminar como práctica estética, han dicho. Caminar caminamos desde tiempos inmemoriales, pero sin un objetivo concreto, como práctica abierta a la búsqueda de una experiencia artística… a alguno le suena a chorrada, se lo leo en la cara. Al principio el silencio incomoda. Al menos a mí, que me cuesta estar callado. Después, es difícil desprenderse de la carga semanal de tareas por resolver, de eso o aquello que tienes que preparar en familia para la mañana del sábado, de todo un poco… pero gradualmente, la maraña de pensamientos se disuelve a golpe de pasos, de aire fresco y las sorpresas que revela una ciudad que se muestra bajo una perspectiva inusual.
El ambiente está cargado de humedad y ejerce de filtro difusor. Caminamos por el centro de Tàrrega, hemos salido a la captura de escenarios, de espacios que nos puedan sugerir narraciones. Nos han dicho que si nos tenemos que detener nos detengamos, que intentemos visualizar las historias que se desprenden de los rincones encontrados, como aromas, o como bofetadas, lo que sea, pero que sintamos el terreno. Poco a poco, unos y otros vamos descubriendo lugares que nunca antes nos habíamos percatado que estaban. Alguien localiza un bar nuevo, otro el nombre de una calle, alguien incluso se pierde. Una sensación de calma y libertad se apoderan de mí a medida que transcurre la velada, el caminar devuelve el aliento, la ciudad se convierte en un bálsamo, el grupo en un hogar. Eva y Jordi están atentos. Han venido con un par de ayudantes. Acompañan pero no interceden. Alguien abandona el grupo. No pasa nada, la mitad ni se da cuenta. La noche está estupenda y nos mantiene embelesados.
Al cabo de una hora aproximadamente regresamos al punto de partida y nos cobijamos en un espacio cerrado. Allí los artistas se encargan de grabar los testimonios de los participantes. La edición de un vídeo con dichas expresiones completará la pieza artística. Nada es forzado. Quien quiere habla, quien no quiere atiende en silencio, y cuando acabamos todos aplaudimos. Alguien dice que parece que nos hubiéramos estado preparando para la semana santa. Nada más lejos. Algo muy pagano sucedió aquella noche. Algo cercano al ritual, sí, pero no al cristiano. Fue algo que no era ni pretendía ser nuevo y que nos conectó, más allá del inconsciente de la ciudad, con algo atávico relacionado con la naturaleza humana, que puede que tenga que ver con el poder básico pero esencial del hecho de caminar, la facultad del hombre para crear y relacionarse con el paisaje, o el hecho de que seamos animales sociales y tengamos sentido como individuos en tanto que formemos parte de un grupo.