A vueltas con la programación
Programar un teatro… la programación es un tema cada vez más recurrente en nuestro sector. Existen tal cantidad de espacios y tan diferentes entre sí que dificulta enormemente llegar a consensos o a definiciones más o menos asumidas por todas las partes, ni siquiera por los miembros de la que nos ocupa. Festivales, circuitos, salas de todo tipo, formatos distintos, espacios especializados, descentralizaciones, externalizaciones de la gestión, tantos y tantos, espacios públicos componen un panorama cuando menos inusual y diverso. Últimamente he asistido a ponencias sobre la programación. Acaso se suscitan más dudas que aclaraciones aunque el hecho de interrogarnos y reflexionar es, en sí mismo, cuando menos necesario.
En estos últimos 25 años la labor de la programación ha evolucionado hacia una clara profesionalización en el Estado español. Quizá se ha reconocido y/o se ha dado visibilidad a una profesión que ha existido siempre. Desde tiempos inmemorables ha existido el perfil de la persona que se encargaba de decidir que se ponía o no encima de un escenario. Existe un exceso en el protagonismo adquirido por la labor de programar un espacio. Protagonismo y profesionalización que no ha venido acompañada de formación, de referentes y de expectativas acerca del rol. Ni acompañada de una perspectiva artística. Una perspectiva de la programación no sublimada ni a la gestión ni a la política. El concepto dominante de programación como gestión cultural de un espacio escénico despoja a ésta de su sentido y de su función en un teatro. Un teatro es un espacio de libertad para soñar y crear. ¿Dónde colocar los límites entre el Arte y los recursos? ¿Hasta dónde se puede abstraer la programación de la Política? Difíciles se presentan las respuestas. ¿El programador es un seleccionador de espectáculos? ¿Esto es suficiente? No es fácil delimitar la acción de programar. Las respuestas de ahora son distintas a las de otras épocas. Han ido variando a lo largo de la historia del teatro.
Cuando un programador no es artista. Debería contar con los artistas. Debería ser creativo en su trabajo y legitimar las programaciones que presenta. No deja de desarrollar un trabajo artesanal que reclama una autoria. La programación como trabajo artesano que provoca un diálogo entre los artistas y el público con el objeto de provocar reflexión, inquietud, pensamiento. Por lo tanto, la perspectiva de la gestión debería estar al servicio de la perspectiva artística. Precisamente, es fundamental realizar una óptima administración de los recursos al servicio de lograr las mejores condiciones para la creación y la difusión de los espectáculos.
El programador tiene responsabilidad con el artista, con el público y también con la institución. El teatro tiene que ser propositivo, comprometido con un proyecto artístico. No debería caer en la comercialidad pura y dura, ni en el éxito fácil, ni siquiera en el «café con leche para todos». Apostar por la obra de un artista es un acto de libertad, es un hecho artístico en sí mismo. Las cesiones complacientes al colectivo son actos políticos. Son manifestaciones políticas que persiguen otros fines y cumplen misiones diferentes a las del arte, a las del teatro. Dependiendo de cada caso, podrían ser consideradas también como apuestas de futuro.
Programar significa apostar y tal vez fracasar. Programar creación significa correr riesgos, en un oficio (el de la creación teatral) donde la posibilidad de riesgo es muy grande. ¿Y quién quiere correr riesgos? ¿Quién quiere codearse con el fracaso, con el error?
Hay que volver a plantear la cuestión de la misión de los teatros como espacios de presentación, como tribunas, como lugares de resistencia, como lugares para el Arte. Hay que apoyar a los artistas, forzar los límites, exprimir los recursos y generar líneas discursivas para justificar con poesía e inteligencia la inversión realizada. Para y por el público tendremos que regresar a la esencia misma del hecho teatral. Y el tiempo pasa volando.