Alberto Velasco moviendo montañas
En la diferencia está el gusto. Así dice el refrán. Si no hubiera diversidad en el mundo, claro está que sería muy pobre, ceniciento y aburrido. Sin embargo, resulta curiosa la tendencia de la gente a escapar de la soledad y de los miedos, intentando homologarse y asimilarse al rebaño. En la homogeneidad del rebaño y en los dictados de la presunta e ideal normalidad, la gente se siente reconfortada y más cómoda. Ahí el individuo casi no necesita pensar por sí mismo, ya piensan por él, solo tiene que dejarse llevar e intentar imitar a la supuesta mayoría. La normalidad es un espejismo de confort y de buena vida, aunque, a largo plazo, acaba por pasar factura.
El rebaño siempre existió, guiado por gurús, dioses, líderes políticos etc. Hoy son los “influencers”, el marketing de multinacionales y las operaciones manipuladoras y colonizadoras de los algoritmos tecnológicos, quienes dirigen nuestro pensamiento desde las pantallas de los teléfonos móviles etc.
El rebaño, desde tiempos inmemoriales, siempre castigó al diferente, convirtiéndolo en el chivo expiatorio de su norma. Porque alguien tiene que pagar para que el resto siga los preceptos de lo normal ideal. Dentro de esa normalidad, la tradición judeo-cristiana, supongo que, como la mayoría de las religiones monoteístas, así como las dictaduras, regularon la norma en la vida de las ovejas del rebaño que, obviamente, debía, y parece que aún debe ser, heterosexual en las relaciones afectivo-sexuales. Además, también debe tratarse de personas útiles – esto hoy en día, básicamente, significa productoras y consumidoras, cuanto más mejor – y, a poder ser, guapas. Si eres guapa, según la norma no escrita, tienes más posibilidades en la vida, vas a ser mejor tratada, vas a conseguir mejores puestos de trabajo etc. ¿Y qué significa ser guapa, según la norma no escrita? ¿Delgada, atlética, joven, ojos azules…? En el caso de las mujeres, que son las que más continúan sufriendo la dictadura de la norma de la apariencia, solo hay que mirar para el canon mayoritario de las presentadoras de telediarios. Si eres vieja, por mucho que Adolfo Domínguez algún día dijera que la arruga es bella, pasas a segundo plano. A la industria de la cosmética y de la cirugía estética, desde luego, le conviene mucho que esto sea así.
Otro colectivo históricamente machacado por la norma heteropatriarcal (machista) es la comunidad LGTBIQ+ Los casos de “buylling” o acoso escolar, en nuestro entorno, a niños por ser afeminados, a niñas por ser masculinas o las personas transgénero, no es ningún cuento, sino un caso flagrante y muy lamentable de agresión a los derechos humanos en pleno siglo XXI. Pero eso que acontece en las edades más tempranas en las escuelas, continúa de otras maneras en la edad adulta, donde aquel niño gordo y por si fuera poco mariquita, de quien hacían burla los malotes, continúa a cargar con muchas miradas ajenas prejuiciosas.
Por esto y por mucho más, por la libertad individual que es, en el fondo, la llave de todo, resultan tan importantes propuestas escénicas como ‘MOVER MONTAÑAS’ de Alberto Velasco, que volvió a emocionarme, por segunda vez, en la 40ª MIT Ribadavia 2024, la primera fue unos meses antes en Dansa València.
En el mundo de la danza continúa existiendo, de un modo bastante marcado, un canon según el cual el bailarín debe ser de una manera y la bailarina de otra, siempre delgados y atléticos, siempre jóvenes, siempre guapos (en ese sentido restrictivo de la guapura)… A pesar del ejemplo extraordinario de Pina Bausch o aun el más extremo de Raimund Hoghe que, con la espina bífida y sin ocultar su sensibilidad homosexual, bailaba y nos emocionaba con sus creaciones. A ambos tuve la suerte de verlos en directo bailando y puedo afirmar que dejaron en mí una huella indeleble por su calidad y creatividad, una huella mucho más grande que la de muchas creadoras y creadores dentro de la supuesta norma, en lo que a apariencia física se refiere.
Alberto Velasco, en ‘MOVER MONTAÑAS’, nos presenta una pieza de danza que impugna algunos de los cánones de esa belleza basada en la delgadez y en la adecuación de género y lo hace de una manera sublime. Para eso, echa mano de maneras dancísticas de genética ancestral y ritual, a través de la utilización de máscaras y ropajes asociados a bailes folclóricos. La cabeza de la señora, que puede ser alegoría de nuestras abuelas, de las matriarcas; la máscara de lazos o tiras de tela de muchos colores, que nos recuerdan a tantas danzas tradicionales e incluso a los aderezos coloridos de máscaras muy antiguas; la enigmática cabeza de cerámica quebrada y suturada mediante una cicatriz dorada, como la técnica del “kintsugi” o “kintsukoroi” japonés, según la cual las roturas y reparaciones forman parte de la historia del objeto y no deben esconderse, sino mostrarlas de una manera que lo embellezca. Esto, llevado a las artes vivas, puede interpretarse como el valor de los errores y de las heridas, el valor de la vulnerabilidad, que siempre es bella cuando se trabaja desde ella sin resentimientos. Ese lugar de la verdad que singulariza la obra.
Es desde aquí desde donde me parece a mí que trabaja Alberto Velasco. Pero, además, lo hace desde una energía y una simpatía tan hermosas que nos enamora y desde una creatividad que nos sorprende, por cómo le saca provecho a los elementos con los que juega y porque todo está cuidado hasta el más mínimo detalle. Velahí las transformaciones o mutaciones que experimenta, desde la señora – la cabeza gigante y blanca – que trae a las espaldas un grande cesto, como los de la vendimia, y a la cintura, sonando, unos cencerros grandes, como los de las máscaras de carnavales antiguos, y la camiseta, el pantalón corto, las deportivas y las medias, como los de un equipo de fútbol, pero manchados de mierda. Esto último, como metáfora, se puede leer en múltiples direcciones, desde la impugnación del “bonitismo” y las estéticas de lo inmaculado, hasta la mierda que nos echan encima cuando no encajamos en los moldes predeterminados. Después pasa a la máscara de los lazos de colores, de otra figura alegórica de reminiscencias antropológicas ligadas a rituales mágicos. Y, hacia el final, pasa a danzar con la espectacular bata de cola, semejante al traje de una flamenca, puesto del revés y del derecho, así como con el mantón con el que despliega alas en el aire. Todo esto con una gracia queer que impugna, al mismo tiempo, las restricciones de género, porque Alberto no va maquillado para parecer un travestí, ni para fingir parecer una mujer dentro de los cánones femeninos heteropatriarcales. Nunca deja de ser él, ni intenta adornar su rostro: cara limpia, mirada auténtica, sin poses ni disimulos.
Prodigiosas son, además, las máscaras que hace con las castañuelas delante de la cara y también sobre su torso desnudo, cuando tapa la cabeza, subiendo la blusa de encaje blanco que llevaba por debajo de la camiseta de fútbol, pasando el foco a la espalda y, girándose, al pecho y a la barriga. Prodigiosa la danza de las gorduras y de los michelines de diferentes partes del cuerpo, agitando rítmicamente los brazos, para comenzar, y desplegando el sentido de ese movimiento cuando pasa al pecho y a la barriga, con el efecto óptico de una cara contenta que ríe enfervorizada. Para mí es el gesto profundo y visceral de quien se ríe de todo lo que nos acota y restringe injustamente, a causa de cánones y normas castradoras, impidiéndonos ser criaturas felices y plenas.
‘MOVER MONTAÑAS’, en el patio que hay del lado de la iglesia de la Magdalena de Ribadavia, con los montes del Ribeiro de fondo, alumbrados por los últimos rayos de la puesta de sol, fue magia pura. Una pieza de danza en la que Velasco, por veces, podría parecer un “médium”, un canal a través del cual nos llegan las energías primitivas de las artes y de la vida, ecuánimes respeto a la libertad de las personas. Las fuerzas telúricas que, desde siempre, canalizaron los rituales que se fueron sedimentando en las tradiciones de los pueblos a lo largo de los siglos. Velasco se apropia, actualiza, refresca y le da vida a aquello que otra gente hizo marchitar convirtiéndolo en postales folclóricas de souvenir casposo. Con él el folclore y la tradición coge ánimos y se conecta con lo más profundo de la tierra y del ser humano: la alegría y la celebración de la diversidad, de la complejidad, de lo heterodoxo, de lo diferente.
A mí me hizo llorar y, pensándolo ahora, creo que fue la suma de la emoción estética, por la belleza de ‘MOVER MONTAÑAS’, que es la belleza de Alberto Velasco, pero también porque, ciertamente, sentí que se estaban moviendo los montes.