Alguien nos sigue
Ser gestores de uno de los espacios tradicionales en Iberoamérica para promover la narración oral, nos ha permitido observar un sinnúmero de formas que quienes ejercen este oficio emplean para contar una historia, y con lo cual hemos transigido, siempre y cuando lo fundamental de este ejercicio, cual es el contenido del relato, no se pierda en medio de las ayudas escénicas, porque hemos considerado necesario, además de útil, definir bien las relaciones y diferencias que existen entre la narración oral y el teatro.
Nuestra mayor preocupación, con relación al tema, después de suponer que, en la mayoría de las veces, la intención de quienes suben a escena a contar un cuento no es consecuente con el que consideramos un medio de comunicación primario, capaz de mantener al ser humano en contexto, es averiguar cuánta consciencia tienen, acerca de cuan necesaria se vuelve esta actividad en una época en la cual la dispersión confunde y atribula, pues el facilismo con que se suele preparar el acto de contar nos sugiere que no hay responsabilidad social en el desarrollo de este tema.
Por eso, en reiteradas ocasiones hemos insistido en la necesidad de someter a la narración oral a un examen, para conocer sus consecuencias sociales y averiguar de paso si está haciendo lo que tradicionalmente han hecho las artes escénicas, de entender su oficio como una tribuna para poner en cuestión las cosas que ocurren entre la gente, y ayudar con su argumento a dilucidarlas, y también hemos insistido en la necesidad de que quienes se ocupan de ella para expresarse tengan claro, y si no lo tienen, intenten aclararlo, para qué sirve contar cuentos, porque nos ha parecido en la generalidad de los casos que tanto algunos de quienes gestionan espacios para la narración oral, como muchos de quienes la han tomado como su oficio, le dan a ésta un tratamiento en el que el objetivo de diversión se encuentra por encima de cualquier otro, con lo cual se mantiene en permanente riesgo de debilitar una de sus esencias cual es la recuperación de la memoria colectiva.
El caso no es contar por contar, como tampoco hablar por hablar, sino que lo contado y lo hablado llegue al espectador como un mensaje que lo involucre de alguna manera en la historia, y para conseguir lo cual, consideramos necesario que el relato no sea objeto de audacias para ocasionar un impacto.
Nuestras opiniones han causado molestias, primero, porque no son complacientes y se desvían de lo que generalmente hacen quienes opinan a través de un medio, esto es, relaciones públicas aprovechables para el buen vivir, y segundo, porque sugieren un ejercicio al cual poca adicción hay hoy, y es el análisis y la comprobación de lo que se hace para tasar la calidad del hecho, y hacer que un proceso cultural tenga consecuencias sociales; pero a pesar de las molestias creemos haber conseguido poner a pensar en esas tareas ocultas de cohesión social que corresponden a la narración oral, a más de un gestor de espacios para desarrollarla, y a más de un narrador oral, porque ya estamos oyendo a muchos de ellos referirse a la necesidad de tomar como punto de partida de ésta la tradición oral y contemplar como objetivo esencial la recuperación de la identidad cultural.
Claro que tampoco podemos fomentar la teoría por la teoría, porque no se trata de considerar a la narración por sí misma como una actividad fundamental para evitar el desarraigo, si aquello a lo cual se refiere dista mucho de estimular el recuerdo de quien escucha y no consigue establecer un cierto nexo de intimidad y complicidad con éste.
Si las actitudes de gestores y oficiantes de la narración oral no han cambiado en el diseño de sus acciones, al menos sí se advierte un cambio prometedor en su discurso, porque ya es notorio el número de quienes hablan de tradiciones y de identidad cultural, cuando se refieren al tema de la narración oral.