Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín/Federico García Lorca/XXXIII FESTIVAL DE OTOÑO A PRIMAVERA
Aleluya erótica
Inspirada en las viñetas de las «aleluyas» que, hasta el comienzo de la Guerra Civil, se vendían por pliegos en las cacharrerías para mayor disfrute de la gente menuda, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín ha mantenido hasta nuestros días ese carácter de «teatro menor», casi de marionetas o guiñol, que el joven Lorca presentaba junto con sus hermanos y amigos en su casa familiar de Granada. Una calificación, la de «menor», que, a poco que se profundice sobre ella, salta hecha pedazos por los aires tanto por la importancia y calidad de los colaboradores del poeta – entre ellos, los músicos Manuel de Falla y Adolfo Salazar o el artista plástico Hermenegildo Lanz – como por haber sido estas primeras funciones domésticas la fuente instigadora de ese teatro de vanguardia que va a constituir gran parte de toda su producción dramática. Partiendo de la ejemplar edición de la obra a cargo de Margarita Ucelay (Cátedra, Letras Hispánicas, nº 313, 1990), dos de estas aleluyas de la época (Historia de D. Perlimplín y Vida de don Perlimplín) mantuvieron obsesionado a Federico durante una buena temporada. Tanto es así que, al menos en un período de cuatro años (de 1922 a 1926), el autor escribió cinco bocetos que, hasta la fecha de su publicación por Ucelay en Cátedra, habían permanecido inéditos en su Fundación de Granada.
Prácticamente listo Don Perlimplín a principios de 1926, Federico inicia la tarea de encontrar quien se la represente en Madrid. Viendo que las puertas del Eslava le seguían cerradas tras el fracaso allí de El maleficio de la mariposa en 1920, García Lorca se aproxima a otro tipo de salas que durante aquel decenio de los veinte alcanzaron cierta reputación como valedoras de la escena «artística»: los «teatros de cámara». El director del grupo El Caracol, Cipriano Rivas Cheriff, viejo conocido suyo, acaba de inaugurar el Teatro Rex en noviembre de 1928 y programa el estreno de Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín para el 5 de febrero de 1929, fecha que, en el ambiente enrarecido que anunciaba el final de la dictadura de Primo de Rivera y sin saber muy bien por qué, se traslada al 6. Pero las desgracias se acumulan: la reina María Cristina fallece en la madrugada de dicho día 6, se prohíben todos los espectáculos y el jefe superior de policía de Madrid, enviado por el temido ministro de la gobernación, general Martínez Anido, se presenta en la sala, procede a su clausura y se incauta de todos los ejemplares de la obra que quedarán guardados en la sección «Pornografía» de la Dirección General de Seguridad. Una muestra más de la inquina que le tenía el gobierno militar al conjunto de la intelectualidad (el propio Valle-Inclán sería encarcelado dos meses después por su furibunda arremetida contra el Ejército en La hija del capitán).
Por de pronto, el poeta pone un océano de por medio y parte para Nueva York a mediados de junio. Allí comienza a trabajar en sus «comedias imposibles», El público y Así que pasen cinco años, pero también en La zapatera prodigiosa y, por lo que se ve, en la reconstrucción del Don Perlimplín (¿o es que le quedaba algún papel?). Tanto es así que está documentado por diversos amigos que él se la leyó allí. Y es más, en una de aquellas lec turas, le entregó a la periodista Mildred Adams el manuscrito del que se ha venido en llamar «el Perlimplín americano» para que lo tradujese al inglés. Una historia que, propia de una novela de aventuras, finaliza ya bajo la República en 1931, en Madrid, cuando la corresponsal del New York Times se da de bruces con él en un café y, a petición de Lorca, le devuelve el manuscrito americano: mal fario, el manuscrito se volvió a perder y, desde entonces, nada se ha sabido de él.
El tercer episodio de esta intriga comienza cuando en otoño de 1932 una componente de la Asociación Femenina de Cultura Cívica (la que luego será grupo Anfistora) llamada Pura Ucelay le pide por favor al poeta que le permita representar La zapatera prodigiosa y le ayude en la dirección. Federico accede muy gustoso a cambio de una sola condición: que Pura rescate de la DGS las copias de Don Perlimplín incautadas por la policía, en cuyo caso dirigirá las dos en la misma sesión. La paciencia y perseverancia de Ucelay consigue hacerse al menos con un ejemplar y, con él en la mano, todos se disponen a ensayar. El decorador Santiago Ontañón será Don Perlimplín y la actriz Pilar Bascarán hará Belisa; su madre, Pilar García, antigua cantante de zarzuela, lo será también en el teatro; de Marcolfa y los Duendes actuarán Lola Palatín de Higueras y sus dos hijos, Augusto y Andrés, de cinco y siete años de edad. Y esta vez sí: el Miércoles 5 de Abril de 1933, a las 10,30 de la noche y en gran función de gala, al fin se presentan en el Teatro Español La zapatera prodigiosa (ya estrenada por la Xirgu) y Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín.
Si en nada se asemeja la trama del Don Perlimplín lorquiano a las de las dos aleluyas a las que antes nos referimos, sí lo hacen el ambiente en el que se desarrollan y el personaje principal. En efecto, Don Perlimplín (cuyo nombre proviene de los «polvos de perlimpinpin» que los curanderos vendían en las ferias) es un hombre feo, entrado en años, regordete, bajito y, según el pliego que leamos, narizotas o jorobado. Ubicado en pleno siglo XVIII como sus predecesores de papel, es rico, refinado y nunca abandona su casaca de color verde. Aunque coincide con ese personaje universal que es el viejo casado con una linda joven que termina por ser el hazmerreír de todos sus vecinos, no se trata de un «viejo verde» como pudieran ser el Corregidor de El sombrero de tres picos de Manuel de Falla o el propio Don Mirlo de La zapatera prodigiosa. (¡Qué acierto el reunir ambas farsas en aquella función del Español!). Y es que Don Perlimplín no se quiere casar («Cuando yo era niño, una mujer estranguló a su esposo. Era zapatero. No se me olvida. Siempre he pensado no casarme. Yo con mis libros tengo bastante»). Pero es su criada Marcolfa quien le obliga: ¿quién cuidará de él cuando ella muera?
Y así asistimos, en el cuadro primero de los cuatro de que consta la obra, a la petición de mano de la niña que su madre adjudica como se vende la carne en el mercado («Es una azucena….. Ve usted su cara. (Bajando la voz.) Pues si la viese por dentro…. ¡Como de azúcar!…..»). La apoteosis grotesca adviene en el segundo cuadro, en la noche de bodas. Por de pronto, Don Perlimplín se siente otro y se sincera con Belisa: «Me casé… ¡por lo que fuera! Pero no te quería. Yo no había podido imaginarme tu cuerpo hasta que lo vi por el ojo de la cerradura cuando te vestían de novia. Y entonces fue cuando sentí el amor, ¡entonces!, como un hondo corte de lanceta en mi garganta». A la vista de la carne irredenta de su esposa, el anciano filósofo se convierte en devoto enamorado. Poco le importa ya que amantes de los cinco continentes irrumpan en su alcoba, invadan su colchón y yazcan con Belisa ni que, al amanecer, su frente aparezca coronada por unos grandes cuernos dorados: se dejaría morir por su mujer («Amor, amor / que estoy herido. / Herido de amor huido, / herido, / muerto de amor. / Decid a todos que ha sido / el ruiseñor. / Bisturí de cuatro filos / garganta rota y olvido. / Cógeme la mano, amor, / que vengo muy mal herido, / herido de amor huido, / ¡herido! / ¡Muerto de amor!»). Y tras este colosal poema que certifica el paso de la farsa al lirismo más exacerbado, Lorca enhebra en el tercer cuadro una escena absolutamente extraordinaria que viene a ser, no siéndolo, un romance de amor entre los dos esposos: Belisa intenta ocultar a Perlimplín una carta que ha recibido de un amante envuelto en una capa roja que no se le va de la cabeza pero a quien no ha visto ni la cara; su marido intenta consolarla y, ante tal confianza, Belisa se la lee: «¿Para que quiero tu alma? Me dice. El alma es el patrimonio de los débiles, de los héroes tullidos y las gentes enfermizas. Las almas hermosas están en los bordes de la muerte, reclinadas sobre cabelleras blancas y manos macilentas. Belisa ¡No es tu alma lo que yo deseo!, ¡Sino tu blanco y mórbido cuerpo estremecido!»; y Perlimplín le promete encontrarle y – entiéndasele bien – ponérselo a su disposición. No es amor lo que les une el uno al otro sino confianza e intimidad. Como padre e hija, se quieren…
Federico subtituló su obra «aleluya erótica» y basta repasar la anterior carta para darse cuenta de la verdad que en ella se contiene: hasta ahora Belisa no es más que un pedazo de carne al que le basta con satisfacer sus apetencias. El alma se la pondrá Don Perlimplín a lo largo del cuarto y último cuadro. Naturalmente, el joven de la capa roja es él mismo debidamente disfrazado. Concierta con Belisa una cita que se celebrará en el jardín; por un momento, la joven parece percibir a su amado; pero es Don Perlimplín quien se presenta y, cambiando de tono, amenaza con matar al joven deseado, lo que provoca la ira y el horror de la mujer («Don Perlimplín / marido ruin /como le mates / te mato a ti»); al final, todo se descubre cuando aparece el viejo esposo cubierto por una capa roja y, clavado un puñal en el pecho, a punto de morir. La situación se torna aquí un poco confusa, por no decir algo calderoniana: Don Perlimplín insistirá hasta el final en que él es el joven de la capa roja que ha sido muerto por el marido de Belisa que ha salido corriendo por el campo y al que ella no verá nunca más («Perlimplín.- (Moribundo.) ¿Entiendes?…… Yo soy mi alma y tú eres tu cuerpo…. Déjame en este último instante, puesto que tanto me has querido, morir abrazado a él. Belisa.- (Se acerca medio desnuda y lo abraza.) Sí…. ¿Pero y el joven?…. ¿Por qué me has engañado?»). Y es que tanta «bondad» por parte de Don Perlimplín no deja de esconder una venganza: su intención era la de dotar de un alma a Belisa y por ello se sacrifica. Pero su mujer no llega a entender si el joven de la capa roja sigue vivo («Belisa.- (Llorando.) ¡Nunca creí que fuese tan complicado!») como indica en su intervención final: «Belisa.- Sí, sí, Marcolfa, le quiero, le quiero con toda la fuerza de mi carne y de mi alma. Pero ¿dónde está el joven de la capa roja?…….. Dios mío. ¿Dónde está?». Un reconcome éste que le perseguirá toda su vida.
Por su mezcla de géneros, bufonesco, lírico y erótico, la letra de sus poemas y canciones, los decorados entre cubistas y «naïfs» de Santiago Ontañón, la continua inmersión musical en el universo de Scarlatti (su segundo subtítulo, «versión de cámara», nos haría pensar en una ópera), su imaginación desbordada y la complejidad de sus dos últimos cuadros más la época en la que fue escrita, tan próxima a El publico y Así que pasen cinco años, no es de extrañar que la autora del libro reseñado, Margarita Ucelay, comente lo que sigue: «Pese a su brevedad, Amor de Don Perlimplín es pieza clave en el teatro de Lorca, escalón de acceso al mundo de sus comedias imposibles, aquellas que, según nos deja dicho el poeta en una de sus últimas declaraciones, encerraban su «verdadero propósito».
Con ese mismo espíritu, pero más incisivo, escribe el director Darío Facal en el programa de mano del montaje que, con versión de Alberto Conejero, ha preparado en La Abadía junto con su compañía Metatarso para el XXXIII Festival de Otoño a Primavera: «Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín es un enfrentamiento a la moral y la estética burguesa, aleluya erótica censurada y catalogada de pornográfica en su época, obra enraizada en la vanguardia, reinterpretación del teatro popular que, al mismo tiempo, cuestiona y moderniza la tradición dramática española». Unas convicciones que en su puesta en escena se materializan principalmente en ese aspecto directo y popular que Facal suele dar a su teatro. Eliminados los dos Duendes de la versión original y añadido el personaje del Poeta que nos narra la complicada historia de la obra en tiempos tan revueltos como aquellos, la trama queda adscrita (exceptuando a la Madre en el momento en que vende a su hija) a las tres figuras principales: Don Perlimplín, su criada Marcolfa, y la sin par y lasciva Belisa. Dentro de su comportamiento espontáneo, los dos primeros guardan el vestuario y compostura de la puesta en escena original. Más a lo «cheli» se nos aparece Belisa, luciendo su biquini y adoptando aires de «pin-up». Y los tres están sensacionales. El espacio escénico se muestra del postmodernismo más cutre: un par de casas más bien destartaladas y un jardín que más bien parece un arenal para bebés. Todo como si fuera un cuadro, o más bien una fotografía, sacada del «smartphone» más vulgar. En todo ello está el acierto de Darío Facal y su compromiso con la modernidad. Una puesta en escena arqueológica de la versión original hubiese constituido un escarnio del «verdadero propósito» de Lorca que no era otro que situarse en la vanguardia de lo que se producía en su época: «Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución». Y eso es lo que pretende Darío Facal.
David Ladra
Título: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín – Autor: Federico García Lorca – Versión: Alberto Conejero – Intérpretes: Emilio Gavira (Don Perlimplín), Olivia Delcán (Belisa), Berta Ojea (Marcolfa), Cristina Otero (Madre), Kees Harmsen (El Poeta) – Espacio escénico: María de Prado – Ilustrador: Javier García Herrero – Diseño de iluminación: Manolo Ramírez – Diseño de vestuario: Ana López Cobos – Música: Room 603 – Fotografía: David Díez – Regiduía y Dirección de Producción: Cristina Otero – Producción: Metatarso y Festival de Otoño a Primavera (Comunidad de Madrid) – Dirección: Darío Facal. Teatro de la Abadía, sala Juan de la Cruz, del 20 al 24 de abril
Mayo 2016