En cartel

‘Antígona’ en versión libre de José Watanabe en el CELCIT de Buenos Aires

Del 21 de febrero al 1 de marzo, en cuatro únicas funciones los sábados y domingos, se presenta ‘Antígona’ de José Watanabe, versión libre e la tragedia de Sófocles dirigida por Carlos Ianni e interpretda por Ana Yovino.

 

«No siendo yo argentina, solo puedo especular sobre el sentido que otorgará el público porteño a estos versos de la «Antígona» de Watanabe:

«Quiero que toda muerte tenga funeral

y después,

después,

después

olvido».

El sentido se forma cuando el receptor relaciona la construcción simbólica con algún real-real que está «afuera». Cada comunidad comparte, además de existencia vivida, repertorios de símbolos y códigos para interpretarlos. Ese diccionario contiene saberes y convicciones previas, técnicas, reflejos, iconos, formas de festejar y traumas. Con estos componentes se modela un cuerpo individual y social no del todo controlable, no del todo consciente, y a eso se le suele llamar cultura. Desde su cultura, el grupo da sentido.

Por eso, sólo me atrevo a vaticinar que la obra del poeta Watanabe frotará fino polvo sobre toda la piel del espectador. Y así ungido, este se preguntará: ¿qué ha sucedido en mi patria?

He aquí los puros hechos:

En Tebas, pasada una guerra cruenta, la joven Antígona quiere dar sepultura al cadáver de su hermano Polinices, general muerto en combate; pero el tirano Creonte considera a Polinices un traidor por haber vuelto las armas contra sus hermanos. Le niega, pues, las honras fúnebres. Al cuerpo insepulto lo destrozarán buitres y perros, nunca será abrigado por la tierra, y jamás entrará en el reino de la luz y de la paz. Ese es el castigo horrendo.

Pero Antígona «tiene el corazón puesto en cosas ardientes, en deseos de desobediencia» y, como se sabe, la desobediencia es el alma del drama. Violando la prohibición, la muchacha asperja con vino el cuerpo del hermano, lo frota con fino polvo y lo soterra. Capturada, Creonte la condena a morir de hambre y sed encerrada en una cueva en la montaña.

En la historia reciente de Argentina también hay cadáveres destrozados y errantes, y hermanas y hermanos y padres, madres, hijos e hijas que no pudieron enviarlos hacia la luz y hacia la paz.

Algunos aconsejan:

«… agradezcamos hoy la vida

y el sol

y la paz que es un aire transparente, y empecemos a olvidar».

Otros, sin embargo, siguen empeñados en salvar a sus muertos.

Pero enseguida debo aclarar que el teatro no solo produce sentido; el teatro está cincelado con forma precisa y preciosa que golpea directo sobre la vista y el oído, y que modifica el espacio y el tiempo con acción viva. El evento teatral no solo remite a sentido sino a deseo movilizado.

Les cuento, desde ese plano, que las imágenes diáfanas y arcaicas de Watanabe corren aéreas, regando chispas como una zarza ardiente. Corren hacia la tragedia.

Creonte frunce el ceño y declara: «Debo ser obedecido en lo pequeño, en lo justo, y aun en lo que no lo es». Creonte me oculta los resplandores de amanecer, ahuyenta a la primavera y asusta al ciervo. Mi cuerpo, producido por el tirano, se extingue sobre sí mismo, como una vela. Pero yo no quiero la ética pequeña de la supervivencia. Quiero ser la «ola rara». No quiero el «demorado atrevimiento» de Hemón, que llega tarde a salvar a Antígona y en vez de besar a la doncella solo puede vomitar sangre sobre sus labios.

Un golpe de teatro de Watanabe hace caer, al final, el último velo. Con un recurso súbito, el espectador queda frente a su propia pequeña alma culposa, fabricada por el tirano. El alma que no logra comprender su propia cobardía y complicidad.» Magaly Muguercia. Noviembre 2005


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