Antígona/Sófocles/Miguel del Arco
La Antígona de Sófocles dirigida por Miguel del Arco
La idoneidad como adaptador teatral del director y dramaturgo Miguel del Arco, puesta a prueba en sus excelentes versiones de La función por hacer de Luigi Pirandello, Veraneantes de Máximo Gorki o El inspector de Nikolái Gógol, alcanza un súmmum en ésta su interpretación de la Antígona de Sófocles que nos presenta en el teatro de la Abadía dentro del ciclo Clásicos en la ciudad. Mucho se ha comentado que el personaje de Creonte sea interpretado por una mujer, la eminente actriz Carmen Machi, como si se tratase de un caso más de seguidismo de esa moda actual según la cual papeles de héroes masculinos – Hamlet, Segismundo, el rey Lear – son representados por damas de la escena para mayor deleite de sus «fans». Pero viendo actuar a Carmen Machi en su papel de rey Creonte, se nos hace evidente de inmediato que la actriz no se ha «disfrazado» de rey ni representa a éste como si fuera un hombre sino que se nos muestra como lo que es, como una mujer que, una vez terminada la guerra con Argos y muertos Polinices y Eteocles, ha accedido al trono de Tebas haciendo valer sus derechos de sucesión. Si actriz y director se hubiesen decidido por el primer camino, indudablemente menos expuesto, esto es, por una «suplantación» del personaje tal y como Sófocles lo escribió, no habría mayor dificultad que adaptar convenientemente a la apariencia masculina las dotes y registros interpretativos de la actriz, añadiéndoles, tal vez, algún matiz. Pero hacer de la Machi una reina tebana «à part entière» trae consigo, junto a algunas ventajas familiares en cuanto a su proximidad con determinados personajes – ventajas que se volverán contra ella al final – tal cúmulo de dificultades dinásticas y ciudadanas que son las que, sin duda, han fascinado al director y dan relieve a su montaje en cuanto la pelea por su superación dota a la obra de varias perspectivas que la traen a nosotros y la enriquecen.
Claro que tendremos que creernos ciertas cosas, por ejemplo, que en los tiempos arcaicos de la ciudad de Tebas, las mujeres llegaran a reinar, lo cual, ni mitológica ni históricamente, es cierto. Pero supongamos que sí lo es (¿acaso no estamos en el teatro?). En tal caso, Antígona e Ismene tendrían más derechos a reinar que esta Creonte-mujer, que, como mucho, podría ser regente hasta que alcanzasen cierta edad. En todo caso, la nueva soberana no es bien recibida por el pueblo de Tebas, afecto a la descendencia de Edipo, los labdácidas, que, tras la muerte de los dos hermanos, empieza a decaer. Problemas todos ellos que se van a añadir a la anécdota principal, esto es, a la condena de Antígona por querer enterrar a Polinices, complicando la acción e introduciendo aspectos importantes en la trama hasta el punto de determinar su sentido y modificar su original.
Tradicionalmente, Antígona constituye un pulso entre la ley y la tradición, esta última dictada por costumbres autóctonas que los dioses y el pueblo no dejan de avalar como procedentes de un mundo subterráneo de origen ancestral, y la primera, impuesta por los hombres y quienes los gobiernan, con objeto de conformar la polis, organizarla y fundar su estructura de poder. Ese libro extraordinario que es Antígonas de George Steiner nos va mostrando cómo, a lo largo de la historia, el fiel de la balanza se va inclinando del lado de la ley o la costumbre a medida que cambian las circunstancias, desde el original de Sófocles, claramente propicio a la muchacha, a la Antigone de Anouilh, escrita durante la ocupación nazi de París y que, al dar la razón a Creonte, si no decididamente colaboracionista, sí se puede decir que resulta lo suficientemente ambigua para que se pudiese representar entonces y allí. Una tendencia que en la época moderna, que se quiere más realista y más pragmática, ha tenido sus defensores o, al menos, en tiempos tan adictos a la equidistancia, quienes han sostenido, como se dice en el programa de mano de la obra, que «ambos tienen razón…».
Afirmación escrita a vuelapluma, creo yo, porque la versión de del Arco, quieras que no, es también favorable a la hija de Edipo en cuanto nos presenta a la reina, tanto en lo referente a su carácter como a sus motivos para obrar, no como una mujer justa que defiende la ley sino como una gobernante amedrentada que intenta mantener un poder sospechosamente ganado. De ahí, su convicción de estar rodeada de enemigos dentro de la ciudad: lo que para el Creonte original no era más que el temor de todo gobernante a ser derrocado por sus competidores, en el caso de esta Creonte-reina se complica muy mucho dados los oscuros pormenores de su acceso al trono: muertos los dos hijos de Edipo, aún quedan sus dos hijas como sus herederas y no vale la regla del varón, ella misma es mujer. Y esto se sabe en Tebas y se va comentando «sotto voce». Item más, el edicto que condena a Polinices y ensalza a Eteocles está dando que hablar por las esquinas: ¿acaso no se trata de desprestigiar la dinastía promoviendo el dicho popular «divide y vencerás»? Una vez detenida Antígona y condenada a muerte, su popularidad crece como la espuma entre los descontentos que alaban su coraje y su piedad.
Por ello, la reina tiene que demostrar desde el principio, en esa intervención ante el pueblo que lleva a cabo dirigiéndose al público rodeada de su plana mayor, que el peligro ha pasado, que todo va a ir bien, que está preparada para el cargo y que ningún interés particular la frenará a la hora de hacer cumplir la ley. De ahí que los honores rendidos a Eteocles y negados a Polinices, aunque también sea su sobrino, no son sólo un acto de justicia, sino el ejemplo y la demostración de su ecuanimidad. Por otra parte, dicha intervención, admirablemente reescrita por del Arco para traer el tema a nuestros tiempos, nos suena tanto a los discursos que nuestros gobernantes pronuncian cada día que, a poco que entornemos los ojos, nos parece que hablan la Merkel o Rajoy. Una alusión a lo que ocurre hoy que se va repitiendo de continuo en el montaje y nos va aproximando a los aconteceres de la obra al tiempo que subraya, si es que hiciera falta, su plena actualidad.
Una actualización que se percibe, una vez terminada la magistral escena con el Guardia (que, muestra de su modernidad, Sófocles escribió en su tiempo exactamente igual que lo hubiera hecho Sam Beckett en el nuestro), en la primera reacción que tiene la reina con Antígona: «tú no sabías nada, nada conocías de la ley». Esta parte, inexistente en Sófocles y añadida por del Arco a la tragedia con objeto de «humanizar» al «rey» intentando salvar a la acusada (o «salvarse» ella misma y no ser inculpada de eliminar en bloque a la totalidad de la descendencia de Edipo, puesto que Ismene también es condenada como cómplice), entra en contradicción con lo que acaba de decir en público acerca de su imparcialidad. Poco dura, en verdad, este primer rasgo de piedad de la tía por su sobrina. Y es que ésta responde de inmediato ufanándose de su acto como el que ordenarían los dioses frente a la impiedad de un mortal. La reina se da cuenta del peligro que se encarna en Antígona, quien podría llegar a encabezar la oposición de los labdácidas a su trono, y la condena a muerte sin considerar ni por un momento – se lo tendrá que recordar Ismene – que es la prometida de su hijo Hemón. La respuesta de la reina no deja de ser corta y seca: «Ya encontrará otros surcos para depositar sus semillas».
La escena siguiente es precisamente con Hemón y está claramente influida por el cambio de género de la protagonista. El hijo se dirige a su madre con un gran cariño y respeto intentando con suma habilidad que cambie de opinión. A su favor influye que su hermano mayor, Megareo, se sacrificó para que terminase la guerra y es el único hijo que le queda a la soberana. Él es quien le revela en los mejores términos el descontento que reina en la ciudad por la condena a muerte de Antígona y la anima a conmutar su pena y reconciliarse con Tebas. Pero la reina está ciega de ira: ¿de modo que el pueblo no le guarda fidelidad y se levanta contra ella?: ¡ahora verá cómo se cumple su voluntad! Y además es su propio hijo quien la está previniendo para salvar a la mujer que ama cuando más vale caer bajo los golpes de un hombre que sucumbir tras la voluntad de una mujer. La soberbia y no el sexo igualan a los gobernantes, sean hombre o mujer.
Puede que no exista en toda la tragedia una despedida de la vida semejante a la que canta Antígona junto al Corifeo. Atrás quedan sus compañeras, muchas sacrificadas como ella, atrás las plazas y las calles de su ciudad de Tebas y atrás, sobre todo, ese revoltillo de padres y hermanos que fueron para ella sus adorados Edipo y Yocasta. Pero lo que la sobrecoge ante todo es morir sola: «Ésta es mi ley, infortunada: / sobre mis desgracias, ni una lágrima, / ni un suspiro amigo». En cuanto a la reina, que presencia esta macabra procesión, no le queda más que mostrarse extremadamente cruel animando al cortejo a que se mueva más deprisa y acabe con la presencia de la princesa, su competidora, bajo el sol.
Y ahora entra en escena el que faltaba, el adivino Tiresias con su guía. Si las diatribas entre Tiresias y los reyes de turno suelen ser subidas de tono (véase Edipo rey) la que aquí se organiza con la reina es de campeonato. Creonte-mujer le acusa de falsario, locuaz y amante del dinero, lo que le da ocasión al adivino de abrir la caja de los truenos y de lanzar una invectiva sobre Tebas que logra asustar a la reina, sobre todo cuando insinúa que su hijo puede morir. Su reacción es inmediata y tras consultar al corifeo, que tiene un papel muy activo en la obra, ordena que se entierre a Polinices y se saque a Antígona de su prisión. Pero ya es tarde, el destino ha hecho su labor y todo ha acontecido. En la versión original, aparece un primer mensajero que acompañó a la expedición en la que iba Creonte. Primero se toparon con los restos de Polinices, devorados por las aves rapaces y los perros. Una vez dispuestos y lavados, y hechas las libaciones convenientes, les dieron sepultura. Ahora avanzan hacia la caverna en la que quedó presa Antígona. Antes de llegar oyen los gritos desesperados de Hemón. Y allí le encuentran entrelazado al cuerpo ahorcado de su prometida. Al ver que entra su madre, le lanza un golpe con la espada. Pero la reina se echa para atrás mientras él se hiere mortalmente y se abraza al cadáver de su prometida. Así llega Creonte a palacio con el cuerpo de su hijo en brazos cuando aparece un segundo mensajero que relata la muerte de su esposa Euridice enterada de la noticia. Es más, su cuerpo puede verse a la puerta de palacio sobre su correspondiente eciclema. Creonte se hunde en la desesperación.
Llegada a este último episodio, la versión de Miguel del Arco tiene que pagar un peaje importante por su cambio de sexo. Dado que Creonte se trata aquí de una mujer, no se menciona para nada a Euridice y el desenlace se produce en directo, sin necesidad alguna de tanto mensajero ni de tanta eciclema. La acción se reduce a lo que cuenta el primer mensajero al corifeo. «Vemos» cómo Hemón se dirige a su madre, la amenaza y luego se da muerte degollándose. Pecado mortal para un purista de la tragedia griega, eso de traer la muerte a escena.
Pero ¿acaso hemos presenciado una tragedia griega con dos o tres actores, el coro, el corifeo, los coturnos, las máscaras y toda la demás parafernalia? Desde luego que no. Habiendo multitud de información, los textos, las pinturas, las vasijas y lo que es definitivo, los teatros, no tenemos ni idea de lo que aquello fue. Decía yo de joven: «daría un año de mi vida por ver una representación de Antígona en el teatro de Dionisos». Cómo se reunía allí el público ordenado por fratrías, si se dejaba entrar a las mujeres, cómo entraba el coro en el parodos, cómo todos cantaban, danzaban y declamaban… Con el paso de los años, fui reduciendo el tiempo que daría, que si tres meses, que si un mes… y ahora debo de andar por la semana, de modo que me temo que me lo quedaré sin ver.
Lo que Miguel del Arco nos ha traído a la escena ha sido lo más cercano a la tragedia griega que ha podido (no sé qué ofrecimiento habrá hecho él), esto es, un drama trágico, admirablemente pensado, versionado y montado. Con unos actores entregados y que dan lo mejor de sí, evidentemente Carmen Machi, pero también Manuela Paso, dura e incisiva como una daga o delicada como una virgen rota en su papel de Antígona, Ángela Cremonte, que le da el tono a Ismene, José Luis Martínez como el Guardia que parece escapado de la obra de Anouilh, Raúl Prieto en su papel de Hemón, que de hijo amante y razonable se sacrifica por amor, Cristóbal Suárez, Tiresias de colmado que va de figurón, o los dos corifeos, Silvia Álvarez y Santi Marín. Y con un brío y un apasionamiento que a mí me recuerdan a Racine.
David Ladra
Título: Antígona – Texto: Sófocles – Dirección y versión: Miguel del Arco – Intérpretes: Manuela Paso (Antígona), Ángela Cremonte (Ismene), Carmen Machi (Creonte), Santi Marín (Corifeo), Silvia Álvarez (Corifeo), José Luis Martínez (Guardia), Raúl Prieto (Hemón), Cristóbal Suárez (Tiresias) – Música: Arnau Vilà – Diseño de escenografía: Eduardo Moreno, Alejandro Andújar y Beatriz San Juan – Diseño de iluminación: Juanjo Llorens – Diseño de sonido: Sandra Vicente y Enrique Mingo – Diseño de vestuario: Beatriz San Juan – Vídeo: Eduardo Moreno – Coreografía: Antonio Ruz – Diseño de Producción: Aitor Tejada y Jordi Buxó – Producción ejecutiva: Elisa Fernández – Producción: Teatro de la Ciudad y Teatro de la Abadía
Junio 2015