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Arte y revolución. El Conde de Torrefiel

Pues eso, ya estamos en 2021. Todo sigue igual y nada sigue igual. Dicen que la historia se repite. Sin embargo, la repetición igual que la propia historia solo son ilusiones. Incluso el tiempo, en buena medida, es otra convención (otra historia, otra ilusión).

 

Se aproximaba el fin de año de 2020 y una buena parte de la humanidad se montaba la película de cerrar capítulo, después de la adversidad general producida por la pandemia.

Alimentamos, con el brindis de fin de año, quien pudo brindar, la esperanza de que el 2021 sería un año más feliz que su predecesor.

Las tecnológicas hicieron su agosto con los confinamientos, los teletrabajos, las teledocencias, las videoconferencias, la hiperactividad en las redes sociales, el comercio en internet y todo lo que implica su mediación. Las farmacéuticas están haciendo su agosto. Así que, no todo fue tan malo en 2020 ni lo será en 2021. Nunca nada es tan malo ni tan bueno y, además, a río revuelto… ganancia de pescadores.

Nada se repite y nada sigue igual, aunque, en apariencia, nos lo parezca. Son los relatos que nos montamos, incluidas las ideologías, creencias y sentimientos, así como nuestra resistencia y miedo al cambio, lo que, en mi opinión, hace que nuestras actitudes y comportamientos se repitan en hábitos y cuajen en normalidades.

Las artes también pueden inscribirse en esa tendencia a consolidar, cuestionar o formular el relato de la vida. Ahí, al participar del algoritmo mental constructor de relatos, como coartadas o estímulos para la vida, las artes, en cierto modo, se instrumentalizan. El arte como herramienta (igual que el relato) para construir identidad, de grupo o individual, pues la identidad no es más que un relato, igual que lo es la memoria. El arte como herramienta para consolidar y difundir valores éticos e ideas necesarias (justicia, ecologismo, igualdad, respeto a la diferencia, etc.). El arte como herramienta para afianzar unas convenciones, consideradas necesarias, y para contestar otras, consideradas perniciosas. El arte como herramienta para despertar conciencias y estimular cambios. Etc.

Leo en el Instagram del El Conde de Torrefiel, en una publicación que comienza con el título de una de sus piezas artísticas: «La posibilidad que desaparece frente al paisaje, el siguiente texto entrecomillado:

“No tengo muy claro qué función tuvo el arte en los siglos pasados, pero ahora mismo te digo que el arte calma la revolución, si es que hay alguien que todavía cree en ella.

Los artistas son los mejores para diseñar la revolución y nunca hacerla, para ajustarla y nunca activarla.

El arte adormece la revolución porque la propone y la pospone, la imagina pero la retrasa.

Cada vez que empiezo a leer un libro es otra excusa que me construyo para protegerme de los demás. Hago lo que hacen las avestruces.

A mí me gusta mucho leer, pero al leer suceden dos cosas: por una parte me acerco al mundo, pero por otra parte, leer me desvincula de las personas.

Constantemente repetimos que el arte es necesario para el mundo e incluso decimos que es necesario para las personas, como si supiéramos con esa actitud fascista cuál ha de ser el perfecto devenir para los demás.

Antes se decía que la religión era el opio del pueblo, ahora yo digo que el arte, reducido a entretenimiento, es el ibuprofeno del pueblo.

El mundo del arte está lleno de personas que perfectamente podrían estar vendiendo coches de segunda mano. Gente con carisma e ideas ocurrentes.

El arte alberga a gente como yo, soberbios y sin valentía, que se amparan en lo artístico para señalar a los demás.

Somos absolutamente inofensivos. Y si los mejores artistas no hubieran sido artistas, ¿Qué sería de nosotros?

Imagínate que Angélica Liddell, Lars Von Trier o Jerôme Bel hubieran sido militares. Menos mal que se entretienen haciendo sus cosas.

El único que dejó de pintar cuadros fue Hitler y mira cómo acabó la historia.”

El texto da que pensar, ¿a que sí? Clarividente y provocador, atrevido y bello a la vez, arte a repensarse y a cuestionarse. Otro relato sobre el arte con el que (nos) relatamos y al hacerlo entramos en el juego del juego al que, por naturaleza de nuestros algoritmos mentales, estamos abocados.

Ahora bien, ¿existe arte fuera del relato y del necesario orden jerárquico narratológico?

Sí, claro que sí. Un arte, en el caso de las escénicas, post-dramático, exento de conflicto, protagonistas, antagonistas y relatos de diversos grados, como pueden ser los vinculados a las ideologías, las normas morales y otras convenciones necesarias para el día a día, para el invento de la(s) normalidad(es) o de su revolución. Al fin y al cabo, la revolución, tal cual se señala en el inicio del texto entrecomillado, es también un asunto de creencia: “[…] el arte calma la revolución, si es que hay alguien que todavía cree en ella».

Fuera del relato y del orden narratológico, se trataría de un arte, un artificio y un juego, exonerado del utilitarismo y la necesidad. Un arte que no es medio ni herramienta, alejado de las funciones pedagógicas, terapéuticas, políticas, etc. Alejado del Applied Theatre, Playback Theatre, dramaterapia, etc. Un teatro de intensidades más que de intencionalidades. Sin duda, un teatro de lujo. Un teatro ambiguo y difuso que pone en jaque nuestros algoritmos mentales y parece conectarse, más bien, con esos otros lugares recónditos del animal humano. Un teatro, no obstante, que, pese a la indefinición y difícil conceptualización, es fiel a la etimología de la propia palabra teatro, un lugar para la visión y, por tanto, para la luz.

Eso sí. Al salir de este teatro emancipado e independiente, a su manera, vamos a volver al teatro de la vida y, si queremos, también, a los teatros del teatro de la vida, dentro de la égida del drama. Porque los desasosiegos, las ansiedades, los abusos, los miedos y las putadas de la vida van a seguir ahí (por los siglos de los siglos). ¿Amén?

¡No, amén, no! De eso nada, que el “así sea” católico, para concluir un rezo, nos aboca a aceptar que nada cambia. Nosotras/os seguimos el relato (religión y creencia) inconformista de la revolución, aunque sea pequeña.

Afonso Becerra de Becerreá.


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