Ascensión de una llama
Hace exactamente un año y dos días, a las 12 y minutos fugaces de la noche, en el cielo ancho que abarcaba Santurce, Portugalete, Las Arenas, Negurigane, Santa Maria de Gexto y más alla, se elevaban los fuegos artificiales y los petardos sin tregua, ahora más por aquí y menos por acá, en una exhibición de saltos sobre el cielo negro, que despedía la estela del viejo año para dar paso al nuevo que, según un oráculo, venía traidor.
Y entonces, entre tanto vaivén de flores de fuego estrelladas que ascendían rápidamente para florecer con prisa, atolondradas y ruidosas, y desaparecer después o dejar a lo sumo en el cielo una nube de polvo de gris que barrería el viento, allí digo, sin más, entre tanto guirigay artificial, empezó a ascender a ras del suelo primero, con parsimonia, sin prisa pero sin pausa, como suspendida, como pequeño milagro de cordura tranquilizadora en movimiento, una linterna, un farol, una bolsa de papel con vida dentro, trémula y no menos palpitante que un pájaro en el pecho.
Y ascendió y ascendió, mecida por el viento…
Y aún se adivinaba lejos, vislumbrada desde el balcón, en su ascensión silenciosa hacia lo alto, mientras las estrellas de mil colores acaparaban las miradas y los oídos de la mayoría de la gente, en el balcón de enfrente.
No quise quedarme hasta el final y presenciar la extinción de la llama.
Elegí conscientemente, mantenerla viva en mi memoria.
Así me retiré del balcón, con la luz bailando, aún, en la noche oscura.