Y no es coña

Asomarse al exterior no marea

Confieso que al saltar de un lugar a otro del mapa es más difícil saber cómo estamos en referencia a la pandemia. Los porcentajes de aforos abiertos, el uso de barbijos obligatorios o no, las circunstancias para entrar o salir de establecimientos forma parte de una suerte de protocolos cambiantes que no contribuyen a una estabilidad general ni ha que se pueda pensar en despegues reales de las artes escénicas. Simulamos que todo está bien, pero hay restricciones en las salas, hablo desde donde voy a sumergirme en una semana vibrante y completa para ver espectáculos de toda condición y formato dentro del festival Internacional de Buenos Aires, una cita que vuelve a una presencialidad casi total, que convoca a programadores y especialistas de medio mundo y que nos va a servir para volver a tejer relaciones personales en vivo y en directo tras estos años en los que la virtualidad nos aisló de una manera tan asumida que confundimos la urgencia con la necesidad, lo irremediable con un discurso de progreso. Y no, estos asuntos de las artes escénicas son presenciales, o son otra cosa muy parecida, pero nunca homologable.

¿Alguien recuerda las veces, debates, artículos, proclamas se hicieron en los últimos meses asegurando que la pandemia iba a servir para cambiar las relaciones de las artes escénicas y los públicos? Es difícil negar que las situaciones sufridas han servido para despertar posibilidades, de intentar dibujar un circuito donde se van utilizando estas herramientas que ya existían, pero que no se utilizaban por vagancia o negacionismo de la tecnología, pero que una vez puestas en funcionamiento son muy útiles para ciertas cuestiones y siempre en circuito cerrado, porque un cursillo dado por pantalla se hace para los educandos, para quienes ya están en otra dimensión de interés, pero a los públicos, los realmente existentes y los potenciales, se deben contar cuando ocupan sus butacas en las salas y teatros. Con o sin barbijo. Juntos o con separaciones.

Todavía no están abiertos todos los festivales, la crisis económica pos-pandemia está interviniendo en las decisiones. Santiago de Chile ha celebrado sus dos festivales de enero con una sensación de que parecía que sí, pero que faltaba ese punto que les dotara de normalidad. Tenemos buenísimas noticias de recuperación de otros festivales iberoamericanos, algunos de una manera extraña, precipitada y sin mucho fundamento, como es el FIT de Bogotá, en su actual configuración gerencial tan oscura para los que no son iniciados en los entresijos empresariales y políticos que operan en esta organización. Otros con esfuerzos para que haya la deseada presencia de grupos y compañías para que se considere como una resurrección. 

Por la parte europea hasta hace una semana todo parecía dentro de una normalidad con matices por los brotes y las variedades, pero de repente la invasión de Rusia en Ucrania puede incorporar algunos problemas añadidos. La verdad es que, en estos meses en Argentina, Córdoba hasta ayer y Buenos Aires durante esta semana, ayuda a entender que las realidades sociales, económicas influyen y mucho en los sistemas de producción, pero que existe una suerte de voz interior, de impulso intangible en muchos individuos que conforman una fuerza extraña que hace que se siga haciendo teatro, que se siga teniendo esperanzas. Que el talento no cesa, que las condiciones si no son las ideales, se convierten en incentivos, en obstáculos a superar pero que no impiden hacer lo querido. Es una lección más allá de cualquier coyuntura. De cualquier interpretación que no se enmarque en una pasión teatral que está por encima de cualquier otra consideración.

Así que cumplido uno de los plazos de mi visita, con la obra “Retrato de Mujer con Arpa” de Fernanda Álvarez y yo mismo ya puesta en pie en su primera fase, vamos a asomarnos al exterior de la sala, de nuestras obsesiones, de nuestras horas de ensayos exhaustivos y vamos a disfrutar de los espectáculos que se nos ofrece. Y que iremos contando de manera sucinta por aquí. Y dentro de diez días en Madrid, para ver varias obras que rabio al leer las críticas contradictorias, y otra vez a mi Euskadi querida, a Donostia, a otra inmersión teatral. No hay mejores destinos. 


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