Aviso desde la duda razonable
Cada semana, al ponerme a escribir este artículo que considero una suerte de homilía lunera que lanzo desde un púlpito virtual al mundo, tengo que reflexionar de manera multilateral sobre qué decir, a quién le puede interesar, y sobre todo, el tono. Seguramente la palabra más utilizada en estas casi mil entregas ha sido INAEM, ley de teatro, y críticas a las estructuras y al sistema por el que nos regimos para la formación, producción y exhibición, pero llevo un tiempo que me encuentro absolutamente cohibido.
Me aburre de manera absoluta tratar de escribir algo sobre lo que a nadie le interesa nada y los reglamentos sobre los que operamos no parecen ser importantes, lo único es saber cuánta subvención nos toca y de no ser así, decir que somos perseguidos o maltratados. Por decisión propia, llevamos en Artezblai varios años si solicitar ningún tipo de ayuda ni subvención. Eso nos ahorra sofocos y vejaciones y nos coloca ante la imperiosa necesidad de hacer lo que podemos hacer sin excedernos en nada.
Desde este punto me dentro en mi estado de inquietud, en mi mal estar, en mis miedos. Son individuales, intransferibles, no representan nada más que un estado de ánimo que quizás tenga que ver con la senectud o simplemente que me he contagiado. Llevo varios años residiendo en Madrid. Eso me permite ir casi cada día al teatro. En coliseos, teatros institucionales, salas comerciales y alternativas. En los últimos tiempos he notado un cambio importante en los públicos: aplauden a rabiar, se levantan con una facilidad gimnástica, nunca hay un mínimo signo de rechazo, lo que me lleva a pensar que esto responde a algo que vengo señalando de manera tímida desde hace muchos años: la falta de criterios en el análisis de los espectáculos por parte de la crítica en medios clásicos o en digitales, blogs o redes sociales.
Me explico con calma. Hay dos fenómenos encadenados; por un lado, encontramos la destrucción de puestos de trabajo en los medios de comunicación de papel, lo que ha dejado sin las firmas que normalmente ofrecían su opinión de una manera habitual y cuando menos historiada. Esto ha hecho que se vaya rebajando el nivel general de lo que se llama la crítica. Por otro lado, la posibilidad de que alguien abra un blog y escriba algo referente a los espectáculos, se ha convertido en una subversión institucionalizada. Asusta ver la cantidad de firmas que no hacen otra cosa que escribir la previa del día después, tomar el programa de mano y ponerle tres adjetivos superlativos para ganarse el aplauso de la productora o institución. Además, hay otra pandemia. Por todos medios hay talleres de crítica. Uno puede seguir online cada semana a un retablo de obviedades y de manuales casi infantiles para poder no decir nada en los escritos que se llaman crítica y, lo que es peor, que después se utilizan como soporte de aval para las promociones.
Situados aquí, este cura no sabe desde dónde escribir, opinar. Por razones variadas, no escribo formalmente críticas. Es una mezcla de vagancia, cansancio y miedo. Pero sí utilizo este medio para soltar, de vez en cuando, alguna noción crítica, y en las redes sociales sí opino cada mañana, reseño lo visto la noche anterior. Y ahí entro en pánico. Mi actitud es no molestar, no quitar ni un posible espectador a ningún espectáculo. Es más, intento utilizar grandilocuentes sintagmas para incitar a ir a ver algunas obras que considero son importantes, recomendables, placenteras, programables. De alguna manera me he unido al coro de acríticos alabadores, cosa que no me agrada, que asumo como mal menor, pero que me abre las carnes. ¿Es miedo a ser expulsado del clan de los aduladores, supuestos amigos que se ríen las gracias unos a otros, que forman una tropa de aplaudidores? No me pueden expulsar porque no pertenezco, no estoy en eso que llana el corte. Voy, por lo general, a funciones ordinarias. Y en algunas instituciones invitado por las compañías, no por las instituciones que me ignoran, y me parece que está muy bien que así sea.
Entre los miedos que me atacan está el de no estar a la altura, porque si a todos les parece que algo es sublime, cuando a mí me parece que es una mediocridad absoluta, si tachan de vanguardia lo que ya era en los ochenta normalidad absoluta en los escenarios europeos, si nombran grandes directoras a copistas de segunda clase, entro en la duda razonable: ¿Estoy pasado de rosca, me mantengo en una zona de obsoleta de contestación a lo oficialistas, opero con criterio y conceptos fuera de servicio? No lo sé.
Lo único que puedo asegurar es que veo espectáculos muy valorados por la crítica de hoy y yo debo mantenerme en una suerte de actitud protocolaria, sin expresarme con libertad. Entre otras razones porque hay grupos, compañías, dramaturgas, directores, actores y actrices a los que respeto, admiro, sigo, aplaudo cuando lo creo conveniente, pero que, en ocasiones, no logran superarse, u ofrecen productos del mercado actual, de esta nueva comercialidad que nadie quiere reseñar, pues todo vale lo mismo, ya sea en los teatros institucionales como en las salas alternativas. En momentos es insoportable asumir esta deriva, esta casi uniformidad temática o estética. Y son los que ahora proliferan. Y pueden ir de un teatro comercial al CDN.
En una situación de estas características, la postura que adopto de renuncia a ser el tocapelotas, el que difiere, el que intenta mantener dentro de su propia coherencia es un fracaso personal. Pero me aterra molestar, me aterra equivocarme. Y no acuden a mi rescate argumentos solventes, siempre son tibios, probablemente cobardes, porque quizás una de las funciones de la crítica, de la experiencia, de la opinión mesurada sea señalar aquello que creemos es insuficiente, mejorable o que excede de lo acotado por la propia dramaturgia o nivel de esfuerzo.
Así estoy. Por eso las dudas. ¿A quién le pueden interesar las tribulaciones de un ex excrítico que no busca notoriedad, ni formar parte del rebaño estrenista adulador? Y es que caigo en ese pozo oscuro de ¿quién soy yo para opinar sobre nada?
De todo se sale.