Bailas y me haces libre
A modo de poema caligráfico, Uxío Novoneyra, en 1966, escribía un texto de un único y centrífugo verso de letras danzantes: “Bailas e faisme libre”. En él puede estar la médula de este arte, anterior al teatro, con el que la humanidad se libertó de muchas cadenas, sobre todo de las invisibles: el miedo, el individualismo y la tristeza cuando son nocivos, la necesidad, angustiosa a veces, de entenderlo todo. Porque la danza se siente más de lo que se entiende.
El baile es una celebración de la vida, una fiesta. El movimiento del cuerpo deja de restringirse al utilitarismo económico de lo laboral o de lo obligado: moverse para limpiar la casa, moverse para ir a coger un vaso de agua, cargar con las pertenencias, empujar las maletas… Al bailar, el cuerpo comienza a moverse para liberarse de todas las cadenas, incluida la del pensamiento, porque, incluso, el pensamiento, a veces, se puede volver cadena. Moverse para sentir el placer del movimiento rítmico, para despegar del suelo y elevarnos por encima de nuestras miserias o, en otra dirección, para conectarnos con la tierra y con las fuerzas telúricas, como hace Janet Novás en Mercedes máis eu. Conectarse con el suelo también es una manera de elevarse de él.
El 29 de abril, Día Internacional de la Danza, es especialmente indicado para nuestro contexto, en el que este arte sigue estando marginado respecto a otros. Alguien podría pensar que la danza tiene poco público, pero esto no es más que una falacia. No tiene público lo que no se fomenta.
“Bailas e faisme libre” introduce esa segunda persona, que puede ser la de la consciencia, la de la mente, la de la palabra, que se dirige al cuerpo para agradecerle esa liberación. Emanciparse de la palabra, descargarse del pensamiento, por eso, quizás, el poema es así tan breve, porque el resto del poema acontece fuera de él, en el cuerpo danzante.
“Bailas y me haces libre” cuerpo, me liberas del ser y me permites un estar pleno.
El arte de la danza, sobre todo la que no se limita por los corsés formales, estilísticos, técnicos y rítmicos preestablecidos, la contemporánea, resulta especialmente poemática.
Por otra parte, esa segunda persona también puede ser la de la bailarina o el bailarín, que al bailar nos hacen libres. Porque, entre las emociones, gracias al efecto de las neuronas espejo, también se activa la emoción cinética. Pero, además, esa empatía en relación a quien nos ofrece el arte de la danza, tiene la capacidad de transportarnos, de soltarnos, de activar nuestras endorfinas, dopamina, serotonina… El cóctel de la vida agitándose felizmente y diluyendo los compartimentos estancos, de los géneros y de otras restricciones identitarias, en una pulsación que nos une.