Baraja del rey don Pedro/ A. García Calv
EL AUTO DEL REY A PALOS
Reseña de Baraja del rey don Pedro, de Agustín García Calvo.Ed. Lucina.
“el REY DE BASTOS (…) a base de arrearnos en mitad del cogote con el gordo cipote, (…) y el agua se la lleva pues viene el rey de bastos a comernos la breva, (…) pues el rey lo aporrea con el basto pontifical, pues el rey tiene fuero de tranco y navaja porque es el rey de bastos, y es rey de la baraja.” Miguel Romero Esteo, Fiestas gordas del vino y el tocino
“Uno de los comensales recogió las cartas dispersas, despejando buena parte de la mesa; pero no las juntó en un mazo ni las mezcló; cogió una y la echó. Todos advertimos la semejanza entre su cara y la cara de la figura , y creímos entender que con aquella carta quería decir “yo” y que se disponía a contar su historia”. Así, tal y como nos presenta Italo Calvino el comienzo de El castillo de los destinos cruzados, parece haber representado Agustín García Calvo a Pedro I de Castilla -”La Historia lo apellida ya El Cruel”- en su Baraja del rey don Pedro: “Lo soy: soy yo en verdad, en oro/ real y verdadero. El oro me la presta/ su masa, mas el que al oro le da valor y cuento/ soy yo, soy yo”.
García Calvo ha echado mano de la emblemática del juego de la baraja, que ya aparece en Castilla a fines de la Edad Media, como bien se puede comprobar en el Museo Fournier de Naipes -”¿recordáis aquel otoño,/(…) que posamos en el viejo hostal/ de Vitoria?”-, convirtiéndose en la expresión lúdica de la pirámide feudal -espadas del caballero, copas del cura, bastos del campesino y oros de la incipiente burguesía rampante-, para dar encarnadura simbólica a esta última pieza teatral en la que aborda una vez más la relación con El Poder-”¿el poder del reino/ es sólo mi voluntad?; ¿o mi voluntad es sólo/ el poder del reino?”-.
La pieza, dividida en cinco actos -”Rey de bastos, rey de oros,/ rey de espadas, rey de copas,/ rey de nada”-, dramatiza el sermón del ser -”yo soy el que soy”, en réplica al vetero-testamentario “Él es el que es”- y el no ser, incorporado por los cuatro reyes de la baraja: el vino del olvido del rey de copas -”Muerto está el amor: ¡salud!”-, el anonadamiento carnal del rey de bastos -”es lo solo/ en donde no soy rey” o “ya me pierdo en tí; no soy nadie”-, la alienación del rey de oros -”(LE OPRIME LA GRAN MONEDA CONTRA LA CARA) (…) SL. Al revés: que seáis el que sois”- y la cobardía del rey de espadas, como los cuatro jinetes del Apocalipsis, heraldos que preceden al Triunfo de la Muerte del ”rey de nada”.
Más que un drama histórico de desenlace trágico sobre la lucha fratricida entre Pedro I y Enrique de Trastámara, cuyas circunstancias se recrean a través de los abundantes diálogos con que relata o acota -de malla-, García Calvo ha levantado un castillo de naipes ambientado a comienzos del siglo XV en el reino de Castilla y donde el ser real humano -o inhumano- juega su partida contra el Destino en una acción verbal que hace tambalearse el castillo en el clímax del rey que se empalma y se viene abajo -del rey abajo ninguno- cuando la palma, a manos de su hermano.
La lealtad al Poder -“Por ejemplo, tú ¿por qué me eres leal?”, pregunta el rey en “la privanza de don Mendo” Rodríguez- y la sumisión a los imponderables del Ser se entretejen en un drama en que la omnipresencia del dinero -”él será el Rey”- y el valor de la violencia -”Solo rey es la Guerra”-, oros y espadas de la “Baraja del rey don Enrique”, son cartas en la manga de Beltrán Duguesclin, que será mano al fin. En Baraja del rey don Pedro, que respeta, al modo clásico, prácticamente las tres unidades, se hermanastran, como es proverbial en la obra de García Calvo, la reflexión filosófica con el saber popular -así, la réplica al tópico de “salud, dinero y amor”en”Que el vino nos haga olvidar/ las penas de amor/ y la guerra y el tiempo”- en un texto dramático quintaesenciado en sus intercaladas canciones de pensador.
El lector poco avisado podría creer que este drama -ya estrenado- sobre los palos de la baraja -que ha de ser leído, no obstante, a palo seco- viene a llenar el hueco del casi inexistente teatro medieval castellano, a la vista de la ranciedumbre y el tono arcaizante de un lenguaje rítmico escandido en series de versos de arte mayor, si no fuera porque tras el desenlace, en el que don Pedro se lo juega todo a una carta -”El naipe bien mezclado está: que el azar nos dé trïunfo”-, cuando la suerte está echada y pierde, como las cartas, boca arriba, el bastardo proclama un “nuevo arte de hacer comedias realistas en este tiempo”-”Nós no pensamos que el derecho de la sangre/ nos haga reyes”-, salpicado de presuntos guiños de actualidad de doble sentido -”repartir perdones al errado que retorna/ a derecha vía, al benemérito mercedes”-,”rey de una hora” llamado también a la Danza General de la Muerte: “Venid hacia mí, que yo soy monarca/ que a vos prenderá, y aun a otro más alto”.
“Auto de un rey a palos”, pues, sólo apto para devotos e incondicionales del Autor.