Beckett y la danza
Sin duda, una buena parte de la creación actual hunde sus raíces no solo en las inquietudes y pulsiones de las artistas, sino en la influencia e inspiración proporcionadas por otras obras de arte. Dentro de ese linaje intangible y, muchas veces, inconsciente, está la obra de dramaturgos como Samuel Beckett. Una influencia que, muchas veces, no siempre se manifiesta de forma directa.
Kate Elswit, profesora de Performance y Tecnología en The Royal Central School of Speech and Drama, de la Universidad de Londres, en su libro Theatre & Dance (2018) señala la importancia de la presencia de Beckett, casi como un espectro o un fantasma, en las palabras y pensamientos de las coreógrafas y coreógrafos. Apoyándose en A Phantom in Contemporary European Choreography: What Is Beckett Doing to us Dance-Makers? Can We Do Something to Him in Return?, de Efrosini Protopapa (Performance Research 12.1, 2007), para ilustrar los cruces e interdependencias entre el teatro y la danza, entre otros influjos, sitúa la dramaturgia de Beckett como una cala fundamental.
En mi opinión, la importancia del cuerpo, en el mismo rango que los objetos, las luces, los sonidos y todo lo que corporeiza espacio y tiempo, sobre todo en su capacidad dinámica y en lo que atañe al movimiento, es una de las mayores aportaciones de la dramaturgia beckettiana.
Es evidente su focalización en el movimiento y en sus posibilidades para generar atracción rítmica y sentido en sus emblemáticas Act Without Words I y II (1956), dos piezas breves que transcienden la idea convencional del mimo o la pantomima, porque proponen acciones reales, concretas, sin un estatuto de ficción. No hay fingimiento ni apariencia, no hay personajes ni acción dramática, sujetos a un argumento o historia. Lo mismo acontece en otras piezas breves como Come and Go (1965), en la que también las palabras emitidas responden a un juego rítmico de combinatorias y geometrías, paralelas a las coreográficas, para una performance poema. También en una de sus obras más conocidas, Esperando a Godot (1952), se privilegian las actividades y movimientos concretos y reales, que parecen no estar representando, en segunda instancia, otro universo referido.
Se trata, pues, de un fuerte presentismo y de un hacer primario (no de su representación secundaria) que se partituriza en el texto, de un modo similar a cómo la danza presenta (hace presente) la coreografía. Siendo, en ambos casos, un camino hacia alguna parte difícil de definir, pero, aun así, abierta a ser experimentada dentro de algún sentido profundo y existencial.
El 20 de mayo de 2022, el Centro Cultural Vilaflor de Guimarães (Portugal) me dio la oportunidad de ver una de las piezas históricas de la danza contemporánea: MAY B de Maguy Marin. Una obra que pone en danza el universo beckettiano de manera poliédrica e intensa, estrenada en 1981, con la colaboración y el visto bueno de Samuel Beckett.
MAY B es un ejemplo grandioso de teatralidad exultante, fisicalidad poderosa, musicalidad impetuosa y una estilización estética muy marcada y contundente, que confiere al elenco una entidad plástica propia de la escultura y la pintura.
Podemos reconocer la estética del teatro político de los setenta y ochenta. Nos puede recordar al estilo de Tadeusz Kantor (inevitable la comparación con La clase muerta) o Josef Nadj, con los ecos de las guerras y de las situaciones de precariedad a las que éstas dan lugar.
Pero, lo más impresionante, en mi opinión, es comprobar cómo esas marcas estéticas, fuera de las modas actuales, continúan resultando eficaces y generando una adhesión empática absoluta.
Podemos reconocer personajes-figura beckettianos, de diferentes obras (por ejemplo, Lucky y Pozzó de Esperando a Godot o Hamm y Clov de Fin de partida), que se debaten con algún tipo de restricción, a nivel físico y/o funcional y que, en virtud de esas restricciones, se erigen en una especie de alegorías de la supervivencia. También podemos reconocer roles, conductas relacionales, tipos sociales estilizados hacia una especie de grotesco, en una estética próxima al expresionismo pictórico, que actúan como metáforas de comportamientos, que van desde la solidaridad hasta la rapiña. Un conjunto danzante de anti-héroes en una atmósfera onírica, polvorienta y gris.
La ceniza y sus resonancias simbólicas también actúan, levantando nubes en la distorsión de marchas militares, quizás fúnebres, quizás rituales.
Impresiona la manera en la que pasamos de un cierto desagrado y temor ante lo monstruoso, lo anti-bello, lo aparentemente funesto, a la ternura y al cariño por esos seres danzantes, cuya vulnerabilidad y humanidad se desnuda de manera intensa.
La coreografía, la danza, funciona por acumulación, en ciclos de repeticiones en una obstinación, que parece establecer un paralelismo grotesco con la estética de la caracterización de las bailarinas y bailarines.
Unos ciclos de repeticiones que, al mismo tiempo, también parecen advertirnos sobre la testarudez de la historia de la humanidad y su tendencia a repetirse, incluso en los eventos más desgraciados, como puede ser la guerra.
Una obstinación que nos acerca a la geometría y a la matemática y que, de alguna manera, también se podría asociar a la tragedia, en esa circularidad que parece funcionar de manera autónoma a nuestra voluntad, como un fatum. Sin embargo, el espíritu lúdico y el humor (negro) de la coreografía, en su reutilización de gestos cotidianos y de interacciones sociales reconocibles, acaban por conmovernos y, al mismo tiempo, reconciliarnos.
Quizás porque la tragedia y la comedia, la risa y el llanto, están tan íntimamente relacionadas como la danza y el teatro. Si no se mueve, no es teatro. Si no actúa, no es danza. Si no nos toca, no es.