El Chivato

Carta de Luis Ramos-García a Ernesto Ráez

Querido Ernesto:

Camino al hotel Chateaubleau me decía Joanne -la directora del grupo Prometeo– que una de las cosas más conmovedoras del Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami habían sido tus palabras durante la entrega del premio –de manos de los organizadores del evento– a una distinguida labor por el teatro continental. Nada más cierto, porque sentado en la primera fila del Adrienne Arsht Center me tocó ver y escuchar como el mundo de afuera rendía homenaje a uno de los nuestros, rompiendo con viejas prácticas en las cuales el Perú de las antología teatrales, solo se detenía en la «contemporaneidad» de un Salazar Bondy o de un Roca Rey y en el mejor de los casos en el trabajo de algunos teatros itinerantes fundados hacía decenas de años.

Me hubiera gustado ver en la audiencia a tu talentosa familia, a tus hijos a los cuales mencionabas por sus nombres y por sus facultades. Pero solo estábamos nosotros: Mario, Bruno, Flor, Zita y aquellos discípulos tuyos que venían a honrarte a cuarenta años de tu paso por las escuelas públicas. Percy recién llegaría esa misma noche. Eramos pocos pero suficientes como para hablar de esta maravillosa instancia cuando se escriba con justicia de los logros, del debe y el haber del teatro peruano.

Desde mi butaca te vi subir al escenario, colocarte en el lugar que te correspondía y dirigirte al público para hablar generosamente de los otros peruanos, de los que se habían quedado en casa o de los que ahora habían entrado en la diápora, en la nostalgia y acaso en el olvido. El triunfo era tuyo, pero lo compartías públicamente con otros teatristas a los que mencionabas por nombre propio, ubicándolos en sus espacios, y dándoles sentido y alcance en sus respectivos lugares y épocas. Nunca fui un pupilo tuyo ni experimenté jamás una de tus clases maestras, pero en el trascurso de ese discurso, aprendí una lección en humildad y generosidad. Aprendí que los grandes maestros no solo experimentan la bondad sino que la practican; que hablan de construcción y no de destrucción; y que no pueden dañar a nadie porque en sus paradigmas no existen contradicciones y sí más bien una verdad y una consistencia de la que a veces nosotros, meramente mortales, carecemos.

Luego de verte a ti, voltée a buscar los rostros de los otros peruanos y me alegré mucho de ver cómo te aplaudían y se me ocurrió que quizás te envidiaban sanamente y que hubieran querido subir por esos peldaños, prometiéndose quizás que alguna vez les tocaría ese sublime instante. Cuando bajaste del escenario y te sentaste a mi lado, me sentí como un adolescente al cual le hubieran regalado la presencia de su artista favorito y solo alcancé a sonreirte y darte una palmada en el hombre: quedé mudo, tal como la vez que Mario Delgado me obsequiara con un reconocimiento publico en esas aulas queridas de la gran casona sanmarquina y yo no pudiera ni dar las gracias acorralado por la emocion.

Prontos y atentos volvimos a la realidad, a la filigrana de los Cuatrotablas– otro regalo que el festival nos hacía-en la cual las voces de las chicheras peruanas, nos hacían cómplices de otros días cuando guiados por una bandera peruana al tope acabábamos nuestros sábados en una chichería norteña, de ésas que todos conocíamos. Alla arriba, un maestro de la escena representaba a otro maestro poseso por el deseo del suicidio –embrujado tal vez por los residuos de algo inasible que se había hecho humo– mientras que algunos de nosotros intuíamos que en los papeles que Mario dejaba caer al suelo, se le iba la vida a José María.

Al final salimos a la cálida noche de Miami, agradecidos sin duda por el calor que nos había negado el aire acondicionado del auditorio. De vuelta al Chateaubleau entramos a su restaurante donde no había una sola cerveza que repartir –el puritanismo anglosajón se había impuesto a la exhuberancia de los propietarios griegos-e hicimos lo que Dios mandaba antes de que la TV y el Internet aparecieran, comer y charlar, como si al mañana le tocara llegar en dos dias.

Un fuerte abrazo desde Minnesota.

Luis


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