Casas
Escribo estas líneas desde la casa de una artista. Uno de sus gatos se acurruca. La luz de la mañana entra sesgada por la ventana. Hay una quietud de domingo perfecta. El otro animal está ahora mismo acariciándose la cara contra el ordenador. Estoy inmersa en una hora lenta, donde un coche rueda a lo lejos, sin que el ruido haga daño. Envuelve aquí la paz a quien la visita. Es esta casa un oasis protector del mundanal ruido. Si una se deja, puede escuchar el silencio. Y dejar que ese silencio vaya traspasando la piel, músculos y tejido conectivo hasta llegar al hueso, empapar el cerebro y hacer hueco sonoro para que el corazón palpite, denso, y tranquilo, simplemente estando, simplemente siendo.
Habla la escritora Toti Martinez de Lezea de la importancia que tenían antiguamente las casas en la identidad de las personas. Tanta era, que hasta les confería el apellido. Así, nos encontramos, por ejemplo, con la protagonista de su «Herbolera», que se llamaba Katalintxe de Goiena. Goiena no era más que el nombre de la casa a pies del Anboto donde ésta mujer había nacido. Y antes que ella, su madre, su abuela y su bisabuela.
Había, en la Antigua Grecia, en toda casa que se preciara, un fuego encendido. Dicho fuego expresaba la presencia de la diosa Hestia en el hogar. O mejor dicho, era precisamente la presencia de Hestia la que transformaba esa casa en un auténtico hogar. Calidez, refugio, recogimiento, son algunos de los adjetivos que acompañan aquellos lugares protegidos por esta deidad. No en vano es Hestia también la diosa de las interioridades meditativas.
Recomienda un proverbio asiático que antes de intentar cambiar el mundo te des una vuelta por tu propia casa. ¿Y cuál es la casa propia? La casa de una son, primeramente, las cuatro paredes físicas a las que se accede a través de una puerta de la que solemos tener la llave. Heiner Müller las llamó «celdas para follar con calefacción central», por eso del apiñamiento en las ciudades. Una vez presentes en el sofá del cubículo del 4º piso del bloque 23, aún se puede mirar más adentro y escudriñar la casa interior. Casa interior y casa exterior casan en la mayoría de los casos. O eso es lo que se intuye al menos. Por eso se explica la manía pasada de rosca de algunos de tener la casa material absolutamente impoluta, sin mancha, ni miga, ni zapato que ose pisar moqueta, en un intento de que dicha limpieza se traspase a su convulsionado interior.
Importante para su vida es la casa en la que vivirá la persona e importante para su arte es la casa en la que vivirá el artista. De hecho, hay casas de artistas que son verdaderas obras de arte. Importante para nuestro arte es dónde vivimos, porque los restos de lo que bebemos cada día por los ojos es lo que mearemos después en forma de devolución creativa. Importante para nuestro arte es donde creamos porque las paredes empapan, la suciedad empapa, la dejadez y el revoltijo empapan. Ampararán lo que hagamos el frío, el calor, el orden y el desorden. Lo blanco, lo negro, el eco. Todo juega. Todo habla. Todo arde.
Tenemos cientos de hogares que habitar y amueblar que se van desplegando desde nuestro centro, a modo de muñeca rusa, hasta abarcar el mundo entero. Tenemos los hogares interiores y los hogares físicos donde duerme y come nuestra persona. Tenemos nuestros hogares artísticos, talleres y espacios de creación que son tan importantes como los anteriores. Son reflejo y espejo del interior. Mira el aspirador, mira. Mira cómo te guiña un ojo desde el rincón…