Críticas de espectáculos

Cayo César / Agustín Muñoz Sanz / 66 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Un montaje creativo

Superado el ecuador del Festival, continúa la 66 edición con el estreno de su cuarto -y penúltimo- espectáculo: «Cayo Cesar«, drama original del médico y escritor extremeño Agustín Muñoz Sanz, que estrena en el evento clásico emeritense por segunda vez, después de su éxito con «Marco Aurelio» (escenificado en 2016, por la compañía villanovense Teatrapo). En esta ocasión, la obra «Cayo Cesar» está producida por la compañía cacereña Atakama Creatividad Cultural, en coproducción con el Festival.

 

La tragedia del emperador romano Cayo Cesar, como muy bien se conoce en Mérida, fue representada en el Teatro Romano varias veces en la obra de «Calígula» (el mote afectuoso que le pusieron en la niñez a Cayo Julio César Augusto Germánico, por calzar sandalias de los legionarios), escrita por el Premio Nobel argelino/francés Alfred Camus, que siempre resultó un excelente espectáculo y revelación de magníficos actores: José M. Rodero (1963), Imanol Arias (1990), Luis Merlo (1994) y Pablo Derqui (2017) que interpretaron el personaje en estado de gracia.

En la obra «Calígula» -un clásico del teatro de ideas, escrita en 4 actos y publicada en 1944- Camus, inspirado en las biografías del historiador Suetonio sobre 12 cesares romanos, construye con lenguaje feroz y poético la tragedia, mostrando al emperador como un ególatra despiadado -y no enfermo como lo trata la historia-, obsesionado con lo imposible y envenenado por el desprecio y el horror, que trata, a través del asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, de ejercer la libertad. Con ello, alcanza a compendiar y expresar profundamente su pensamiento existencialista, aunque este movimiento filosófico que alcanzó su cima de expansión en la posguerra haya sido ya literaria y filosóficamente superado.

En la obra «Cayo Cesar«, Muñoz Sanz se basa también en los relatos de los escritores romanos Suetonio, Dión, Séneca, Flavio Josefo, Filón -menos Plinio el Viejo que no era desafecto-, de los que es consciente que no se sabe bien si están hablando literal o figuradamente sobre Calígula. Si bien, percibimos que se apoya más en datos de las muchas biografías, documentales y controversias modernas publicadas por estudiosos, para construir su original tragedia fuera de la tensión filosófica de los diálogos de Camus, sustituyendo la densidad de la palabra -sin perder el resplandor poético- por la efectiva acción dramática. Todo concebido teatralmente en una serie de cuadros cronológicos dentro de una única pieza.

En cada cuadro -un total de 23 que van desde la muerte de Tiberio a la de Cayo Cesar– el autor desarrolla con impactante puntería dramática los detalles de depravación y muerte protagonizados por el emperador, encarnado de un loco lúcido (esquizofrénico, psicópata o «adiatrépsico» como él mismo se aplicó a fin de describir su propia conducta), con aproximación a lo que se conoce a ciencia cierta de su omnipresente y bárbaro reinado de 1.400 días (en el siglo I de nuestra era). Pero lo interesante del texto está en que por una parte recrea en los crímenes la personificación del mal del protagonista, y por otra pone a debate una razón médica humanitaria al inestable carácter del hombre que padece en su locura, sobre seguro provocada por una niñez y juventud terrible que tuvo (con brotes epilépticos y psicóticos). Es sabido que su tío y protector, el emperador/pederasta Tiberio, mató a su familia y lo tuvo recluido en su residencia de Capri (donde tal vez fue violado).

En la puesta en escena, Jesús Manchón, actor secundario en varias obras del Teatro Romano y veterano director de montajes en el Festival Juvenil de Teatro Grecolatino, que debuta como director con esta difícil tragedia de destrucción, logra una representación bastante creativa en la sobria composición escénica -tres árboles secos, un trono de madera verde y un piano- donde se mezcla naturalismo, expresionismo y simbolismo con una actuación «humanizada» estéticamente en sus escenas más violentas o de muerte (escenas que podrían ser «sangrientas» en una película de Tarantino). Destacan las coreografías (de Gema Ortiz) y los coros -acompasados por una valiosa música de Abraham Samino y efectos sonoros- que imprime en algunos cuadros reflexivos, de gran plasticidad y belleza lírica (como resulta en el diálogo onírico de Cayo Cesar con su caballo Incitato). Los puntos más oscuros del montaje están en el extravagante vestuario -nada clásico, nada moderno- que no luce. Y en algunos ajustes de ritmo que en la tragedia -para que no discurra plana- han de moverse en «crescendo» hasta alcanzar el climax.

En la interpretación, la representación funciona alimentada por el designio central que brota del personaje Cayo Cesar, que encarna Juan Carlos Tirado -como bufo, bisexual, obseso, contradictorio, en permanente temblor de conciencia, sometido a la violenta pulsación de su sed de absoluto y su imposibilidad de satisfacerla-, que se crece a lo largo de la obra, consiguiendo un meritorio trabajo artístico que roza la excelencia de los grandes actores mencionados que le precedieron en el Festival interpretando a Calígula. El resto del reparto que realiza varios desdoblamientos –Rocío Montero (Drusila), Miguel Ángel Latorre (Macro), Gema Ortiz (Incitato), Fernando Ramos (Casio Querea), Manuel Menárguez (Ptolomeo), Javier Herrera (Filón), Juan Carlos Castillejo (Varo), Paca Velardiez (Milonia Cesonia), Sergio Barquilla (Fabio Nasón), Beatriz Solís (Calpurnia Piso)- cumplen bien en sus cometidos armoniosamente complementarios.


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