Celebración grotesca entre la creatividad y la simpleza
La Paz», una versión del dramaturgo/escenógrafo/miembro de la Real Academia Española Francisco Nieva (Valdepeñas, 1924-2016) de la comedia homónima de Aristófanes, es el cuarto espectáculo teatral de la 70ª edición del Festival de Mérida, presentado en el Teatro Romano. Esta representación, cuyo subtítulo, «Celebración grotesca sobre Aristófanes», que refleja con precisión el tono de la versión, ha buscado rendir homenaje al autor manchego en el centenario de su nacimiento. Se trata de una coproducción entre la compañía Sanra Produce y el Festival de Teatro Clásico de Mérida, bajo la dirección artística de la albaceteña Rakel Camacho.
«La Paz» es una comedia didáctica de Aristófanes, escrita y representada -en el 421 a.C.- durante las negociaciones entre Esparta y Atenas en el contexto de la guerra del Peloponeso, que culminaron poco después con la llamada paz de Nicias. La obra refleja no solo los anhelos pacifistas del autor griego, sino también los de la mayoría de los atenienses y espartanos. Aristófanes, sin dejar de atacar y burlarse de sus contemporáneos, se esmera en ilustrar vívidamente las ventajas que la paz traería a todos y en presentar ante el público ateniense su ideal panhelénico de prosperidad para todos los pueblos de Grecia. Así, esta obra resultó oportuna y progresista en una época de la democracia griega en la que el teatro estaba profundamente comprometido con el desarrollo de sus leyes e instituciones.
La obra narra la historia protagonizada por Trigeo, un campesino ateniense harto de la guerra, quien decide viajar al Olimpo para suplicar a los dioses que pongan fin al conflicto. Para alcanzar su objetivo, Trigeo monta un escarabajo gigante, en una parodia de las leyendas de los héroes mitológicos. Una vez en el Olimpo, descubre que la diosa Paz ha sido encarcelada por los dioses de la guerra. Con la ayuda de otros campesinos, el protagonista libera a la diosa y la lleva de vuelta a la tierra. El retorno de la Paz trae consigo la restauración de la vida cotidiana y los placeres simples, como el trabajo en el campo y las festividades. La obra concluye con una celebración de bodas entre Trigeo y una doncella, personificación de la Paz, simbolizando el renacimiento de una era de tranquilidad y prosperidad.
La versión de Francisco Nieva, encargada por el director Manuel Canseco y montada por primera vez en 1977 en el Teatro Romano, representó una audaz reinterpretación del texto original. Nieva transformó libremente la obra (cuya estructura era algo monótona), manteniendo las líneas argumentales básicas pero incorporando numerosas modificaciones y aportaciones propias. Su elocuencia dio lugar a un lenguaje novedoso y fuertemente sarcástico, un vigoroso equivalente al que Aristófanes utilizaba para deleitar y hacer reír a sus espectadores. Además, se destaca su capacidad para convertir la comedia en un espectáculo moderno, libre y agudo, con recortes y supresiones bien pensados. En «La Paz», Nieva fusiona la inspiración de la obra original con su vasto conocimiento cultural y lingüístico, enriqueciendo la pieza con elementos de la tradición literaria, construcciones barrocas y, en ocasiones, surrealistas, así como con muchas aportaciones de las vanguardias. El resultado fue una creación que, aunque basada en el original, puede considerarse plenamente como una obra propia de Nieva.
La puesta en escena de Rakel Camacho, entusiasta del teatro de Nieva, quien ya había montado dos de sus obras -«La carroza de plomo candente» en 2009 como su proyecto final en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y «Coronada y el toro» en 2023, que cosechó buen éxito- ahora se ha aventurado con la compleja versión de «La Paz» que resplandece con su toque único. En esta producción, Camacho se adentra en la estética de Nieva, explorando tanto las obsesiones temáticas del autor sobre la utopía y el escapismo en una sociedad en guerra, como en su singular estética escenográfica, mezcla de elementos incoherentes y alegóricos. Pero presenta además su propia adaptación del viaje quijotesco de Trigeo, salpicada de momentos irreverentes y esperpénticos, en un esfuerzo por reflejar el absurdo de la existencia y la incansable búsqueda de la paz por parte de todos. Su objetivo es que el público se sienta parte de un delirante y enriquecedor viaje teatral extravagante y reflexione en momentos donde la realidad se fusiona con la ficción, abordando temas universales desde una perspectiva actual y provocativa, sin olvidar la capacidad de arrancar las sonrisas, las risas y las carcajadas.
Sin embargo, el resultado del espectáculo, montado en un mes y medio con una directora debutante y un elenco mayoritariamente nuevo para el vasto y difícil espacio del Teatro Romano, no ha cumplido con las expectativas y no ha logrado encantar como se esperaba. La función del día del estreno osciló entre la creatividad y la simplicidad. En el aspecto creativo, se debe valorar el alegato pacifista inmerso en un caos desmedido de simbolismos pero atractivo, con sus componentes artísticos –escenografía, utilería, indumentaria y luminotecnia– que brillan con luz propia. Además, los actores y coros mantienen el ritmo, y la trama despliega toda su extravagancia humorística con soltura. Pero, ¡ay!, tanto alarde de creatividad y profundidad exuberante acaba por desvanecerse en el firmamento del monumento romano, dejando a muchos espectadores tan desorientados como un poeta sin musas.
La simplicidad se manifiesta en las actuaciones poco convincentes de un elenco novato en Mérida, que aunque le pone entusiasmo no está a la altura de tan ambiciosa propuesta.
Exceptuando a Ángeles Martí (la Corifeo) y Astrid Jones (la Guerra), quienes insuflan algo de personalidad y credibilidad a sus personajes, el resto del reparto se mantiene en la medianía, cumpliendo sin más. Su juego de interacción con el público resulta bastante insípido. Joaquín Reyes (Trigeo), el protagonista, está desaprovechado. Su talento humorístico, bien conocido, hubiera sido más adecuado para satirizar a los personajes actuales, como lo hacía Aristófanes en el texto original, pero en esta versión, al igual que en la de Nieva, las analogías de los posibles personajes a criticar fueron eliminados. Las coreografías son de escasos vuelos, con algunos momentos de sosería. Se notaba que les faltan ensayos. Solo cuatro niñas integradas en el coro, con disciplina extraordinaria, logran captar la atención. Las canciones, por otro lado, son desalentadoras en las voces de sus intérpretes, que no alcanzan a brillar en ninguna.
Pero el clímax de este desconcierto es el final simplón del personaje de La Paz, extraída de un contenedor de basura (algo singular), interpretado por una actriz que desafía el ideal de belleza que Aristófanes imaginaba. En la escena final, junto a todos los personajes reunidos, nos ofrece un discurso trillado sobre la importancia de la paz en el mundo. Esta intención de la obra se subraya a continuación con todos cantando –y animando al público para que cante también- el conocido himno de John Lennon, «Give Peace a Chance». En este punto, no puedo evitar recordar aquella espléndida versión de Nieva dirigida por Canseco, y aún más, la versión de Miguel Murillo de 2003 bajo la dirección de Juan Margallo, que enaltecía el final del texto de Aristófanes, concluyendo festivamente con una gran traca pirotécnica de estruendoso júbilo, celebrando con alegría la consecución –teatral, por supuesto– de La Paz, que se convertía en un susurro eterno de esperanza.
Que desilusión! Que aburrimiento!! No hubo ni un momento de risas y aplausos. Comedia?? El final fue algo vergonzoso, esos discursos de buenísimo al pueblo… por Dios… salía todo el público en silencio, agradecidos de acabar