Celebración/Harold PInter/CDN
Entender el texto, comprender la obra
Título: Celebración (Celebration) – Autor: Harold Pinter – Traducción: Ana Riera – Intérpretes: Sergio Otegui (Alberto), Lola Baldrich (Julia), Gabriel Garbisu (Mateo), María José del Valle (Cuca), Javier Román (Ricardo), Maria Casal (Susi), Jesús Cisneros (Ramón), Usun Yoon (Sonia), Miguel Rellán (Camarero), Rodrigo Mendiola (Camarero 1) – Músicos en escena: Joselo Esbrí (Cantante), Cristina Presmanes (Pianista) – Escenografía: Carles Cugat – Vestuario: Pepe Corzo – Iluminación: Juan Gómez Cornejo – Videoescena: Álvaro Luna – Composición y arreglos musicales: Cristina Presmanes – Dirección: Carlos Fernández de Castro – Producción: Centro Dramático Nacional
Escrita en 1999 y última de sus obras para la escena, Harold Pinter presenta Celebración el 16 de marzo de 2000 en el teatro Almeida de Londres formando doblete con su primer estreno, La habitación (The Room, 1957), ambas bajo su dirección. Principio y fin de una carrera prodigiosa que culmina con la concesión del Nobel en 2005, el público del West-End londinense es el primero en sorprenderse de que ese galardón tan prestigioso haya sido otorgado a un autor al que, aun reconociendo su valía, nunca ha terminado de entender. Primero, porque nunca se sintió cómodo frente a aquel universo y aquellos caracteres de sus comienzos a los que siempre les faltaba alguna pieza para encajar en la vida «normal». Y luego, en los últimos años, cuando el autor hablaba sin ambigüedad alguna, porque el retrato del mundo que trazaba le resultaba explícito en exceso. Bajo la forma de una comedia ácida, Celebración viene a ser, en cierto modo, la respuesta de Pinter a ese permanente desapego del público británico más conservador.
Aquel programa doble pinteriano viajó hasta Nueva York en 2001 con motivo del festival anual del Lincoln Center, que ese año se centraba en la obra del autor; y en septiembre, el American Conservatory Theater presentó en San Francisco una producción propia de ambas piezas dirigida por Carey Perloff. En febrero de 2007, el canal More4 de la BBC británica difundió una versión filmada de Celebración, dirigida por John Crowly e interpretada por actores de tanto relieve en el Reino Unido como Michael Gambon, Colin Firth, James Fox, Janie Dee o Penelope Wilton. Carles Alfaro la presentó en Valencia durante el festival Pinter organizado por el Moma Teatre en 2002/2003. Y ahora se pone en escena, bajo la dirección de Carlos Fernández de Castro, en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán del CDN.
Dos matrimonios con posibles, el de Lambert y Julie y el de Matt y Prue, cenan en un restaurante exclusivo del West-End tras haber asistido a una función que no saben muy bien si era de ópera o de ballet. Otro, el de Russell y Suki, que tampoco recuerdan lo que han visto, ocupa la mesa contigua. Lambert y Matt son hermanos como lo son también sus dos mujeres, Prue y Julie. Celebran un aniversario de boda, el de Julie y Lambert. Los hermanos ejercen de consultores en temas estratégicos – «de carácter pacífico» precisan, partiéndose de risa, en cuanto que «no llevan pistola» – y sus esposas están hasta las cejas de realizar obras de caridad. Russell es un banquero y su más que aparente consorte, Suki, dice trabajar como maestra, aunque en su juventud de secretaria, «llenita y ansiosa», le diera más por retozar entre los archivadores con sus compañeros de oficina que por escribir a máquina o hacer copias. Fue en uno de estos encuentros «vis-à-vis» cuando Lambert debió de conocerla y como viejos amigos se saludan ahora, congregándose todos en amor y compaña alrededor de una única mesa. Los camareros van y vienen cumpliendo con su oficio y, de vez en cuando, Richard, el encargado del local, o Sonia, la «maître», se interesan por cómo les va a los comensales, deshaciéndose éstos en elogios y en cumplidos los otros.
Así, a base de breves fogonazos, con una técnica muy de televisión, nos va introduciendo el dramaturgo en una situación que, en apariencia, no tiene nada de anormal. Unos nuevos ricos cenan en un restaurante de lujo, se comportan con la brutalidad y la mala educación de los de su clase y son atendidos con untuosa obsequiosidad por el servicio. Su conversación es intrascendente y está plagada de lugares comunes y archisabidos formalismos aunque, si nos fijamos, rezuma indiferencia, hastío y violencia reprimida. Lambert y su mujer no se pueden ni ver. Ella desearía que se comprase un coche nuevo y se estrellase contra un muro y él, en pleno aniversario de boda, se deja llevar por el recuerdo de un romántico amor de juventud que, naturalmente, no era ella. Russell se casó con Suki para lucirla en las fiestas y presumir de hembra. Él mismo reconoce ser un psicópata y sentir odio por cualquiera «que se ponga al alcance de sus escupitajos». Incluso las relaciones con el personal del restaurante tienen sus horas bajas. A Julia no le ha gustado la cena en absoluto: ella es capaz de hacer mejor cocina – dice su hermana Prue – con la mano metida en la entrepierna y, aun orinándose en la salsa, sería superior a la de allí. El sexo está al orden del día. Los hermanos tararean canciones de mala crianza, las hermanas querrían hacérselo con Richard (o con ese camarero que parece un atleta) y Russell conoce un restaurante en donde las camareras tienen, sin duda alguna, las tetas más grandes de la City. Ya lo sentencia Sonia a propósito del ambiente internacional del restaurante: «así como no hay por qué saber inglés para apreciar la buena mesa, no hay por qué ser inglés para disfrutar del sexo».
A estas alturas de la representación, el «efecto Pinter» empieza a funcionar. El espectador carraspea y ya no le parece todo tan normal. En realidad, esos «consultores estratégicos» tienen más pinta de mafiosos que de miembros de una misión de paz y Russell, de trabajar en un banco que de ser un banquero. En cuanto a sus mujeres, las dos hermanas no pasan de ser dos niñas pijas y Suki, la más lista de las tres, es una mantenida disfrazada de cónyuge. Así, lo que en principio parecía una comedia de costumbres, desarrollada en clave realista, sobre la zafiedad y la ignorancia de quienes tienen la sartén por el mango, va derivando poco a poco hacia un teatro del absurdo de pura cepa ionescina («SONIA.- (…) Yo tenía una hermana. Pero se casó con un extranjero y no la he visto desde entonces / PRUE.- Algunos extranjeros están bien / SONIA.- ¡Oh! El marido de mi hermana tenía un gran encanto pero también tenía un enorme bigote. Tuve que besarle en la boda. No puedo describirle lo desagradable que fue. Tengo una piel tan fina, sabe usted»). Y por si esas situaciones disparatadas que proliferan por toda la pieza como un cáncer no bastaran para revelarnos la insania de esta sociedad, Pinter añade varios toques surrealistas al introducir ese personaje del Camarero que tercia, sin que nadie le invite, en las conversaciones de las mesas desgranando los nombres de una ristra de celebridades – literatos, intelectuales, políticos o estrellas de Hollywood – que fueron conocidos de su abuelo. De hecho, será este Camarero intempestivo (sosias, seguramente, del propio Pinter) el encargado de cerrar la obra, solo en el escenario, cuando el restaurante quede vacío. Aquel abuelo suyo consiguió escapar pero él, aun estando «a la mitad del camino de la vida», todavía no encuentra la salida. Con este final tan enigmático (o tan dantesco) termina Celebración. No se nos dice ni cómo ni de dónde salió el abuelo ni si su nieto podrá salir un día, pero sí que hay puerta de salida y nuestra obligación es dar con ella.
Entrar en la sala Francisco Nieva del teatro es como acceder a un verdadero restaurante. Los actores están ya cenando en sus mesas (servidas) mientras se acomodan los espectadores en las suyas (huérfanas de viandas) y el servicio se mueve con esa discreción y ligereza que es de esperar en un local de lujo. Una pianista y un cantante nos amenizan la velada e incluso podríamos bailar sobre la pista como lo hacen nuestros protagonistas cuando les viene en gana. Comparada con el montaje de Harold Pinter y la versión filmada para la BBC, la puesta en escena de Fernández de Castro muestra, de entrada, notables diferencias. El local no está ya decorado con el estilo clásico del Ivy londinense que Pinter eligió como modelo, sino a la moda «cool», como en las cuatro torres de Generalísimo. Tampoco responde el vestuario al muy estricto y elegante de los montajes ingleses. Los hombres van vestidos aquí muy informales, casi como si fueran de payasos. Y las mujeres bastante extravagantes, enseñando las chichas que les dan de comer en la comedia. También hay que decir que nuestros intérpretes son bastante más jóvenes que los británicos, por los sesenta allí y aquí en la cuarentena. Modificaciones todas ellas que, junto con la adaptación al castellano de los nombres propios originales (bien por esa traducción de Prue por Cuca), podrían llevarnos a pensar que, en vez de estar compuesta por tiburones de la City, va a desfilar aquí nuestra nutrida tropa nacional de afines al pelotazo, empresarios desaprensivos e irredentos horteras. De modo que, cuando desciende la intensidad de las luces y empieza la función, el prestigio del autor, la carga irónica de la ambientación y los presuntos designios del director no pueden encontrarnos más proclives a pasar un buen rato e instruirnos, si se da el caso, sobre los mundanos chanchullos y trapicheos de la alta sociedad de nuestros días.
Basta con escuchar las primeras intervenciones para que estas ilusiones se desvanezcan. No porque los actores hagan mal la comedia (ellos están muy majos y ellas muy guapas) sino porque siguiendo con una tradición de nuestras tablas que ha sido potenciada en los platós televisivos, de donde proviene la práctica totalidad de los elencos del CDN, todo su esfuerzo se concentra en «decir» su papel como dios manda. Y hay que reconocer que lo hacen con soltura, hablando claro y alto para que el respetable les entienda, lo que es de agradecer en estos tiempos de intrusismo. Pero entender el texto no es comprender la obra y así, pese a su buen hacer, esta Celebración de Harold Pinter se dice aquí y ahora como se dijo en su momento, por poner un ejemplo, la Cena de matrimonios de Alfonso Paso. Se echa de menos el matiz, la pausa, el silencio, la «intención» de sus congéneres británicos. Porque el significado de los textos del autor inglés no está en los sucintas frases que los conforman sino en los espacios en blanco que las separan. Miguel Rellán, en el papel del Camarero, es una brillante excepción a este estado de cosas. Su veteranía y «savoir faire» se advierten desde el primer momento. Y es que en el teatro, muchas veces, conviene cerrar los ojos un instante para distinguir la voz del verdadero intérprete, la que resuena desde lo más profundo del escenario, de aquélla que tan sólo declama su papel. Son muchos años de tablas los que hacen falta para llegar ahí, de modo que no hay por qué desanimarse.
David Ladra