Ciencia y Teatro
Se dice que la ciencia saca a la luz y explica lo que ya existe. Galileo, por ejemplo, consiguió demostrar gracias a la ciencia que la tierra es redonda y no plana, aunque algunos cabezas cuadradas de la época lo tomaran por loco. Newton puso números a la gravedad, algo que hasta ese momento la gente sólo había entendido a golpes. Y Watson y Crick descubrieron esas tres siglas llamadas ADN que genuinamente nos hacen tan extraordinarios como miserables.
Si la ciencia consiste en aplicar el método científico a un proceso dado –la famosa tríada de hipótesis, confrontación de la hipótesis a través de ensayos y conclusión final que corroborará o no la hipótesis inicial– nadie pone en duda que en teatro, al menos en lo que se refiere al arte de la actuación, el primer científico fue Stanislavski. Y, en esencia, no es menos cierto que el maestro ruso, más que inventar nuevas fórmulas, puso nombre y orden a una serie de estrategias que los grandes actores conocían desde siempre. Dicho lo cual me he preparado el terreno para contaros una de las anécdotas más impactantes que conozco. Aquella que hace mención a Pólux, un actor de la Antigua Grecia que, según documentación histórica, fue el primero en utilizar la técnica de Stanislavski, unos 2100 años antes de que naciera el maestro ruso. Nada menos. Y ahora es cuando humedezco mis labios y me deleito en su narración.
Resultó que el bueno de Pólux allá por el siglo II a.c. interpretó a Electra en la obra homónima de Sófocles. Relatemos un pasaje de la obra: en un determinado momento a Electra le hacen creer que su hermano Orestes ha muerto, y para consumar el engaño, le entregan una urna con sus supuestas cenizas. En tal infausta situación, Electra busca por todos los medios darle sepultura, pero el tirano Egisto se lo impide. Por avatares del destino, el actor Pólux sufrió en vida un acontecimiento no menos funesto: su hijo murió, y siguiendo la tradición de la época, lo incineraron y realizaron en su memoria un festejo fúnebre. Acabada la ceremonia, Pólux debía interpretar a Electra. Aquel día, lejos de eludir la responsabilidad de su oficio, el actor griego se valió de su traumática experiencia para insuflar la pasión necesaria al personaje: utilizó las cenizas aún calientes de su hijo en la escena mencionada, con el convencimiento de que así dotaría a su interpretación de la máxima fuerza y veracidad. El bueno de Pólux, espoleado por su intuición artística, había utilizado la técnica del “si mágico” –ya saben, aquella técnica según la cual el actor actúa en función de lo que él mismo haría si estuviese en las circunstancias del personaje– dos milenios antes de que pudiese ser leída en el Sistema de Stanislavski.
La anécdota, además de alimentar mi teclado, viene a demostrar lo dicho al principio: frecuentemente la ciencia, también cuando se aplica al teatro, objetiva y expone una realidad que ya existe. ¿Significa esto que Stanislavski al introducir la ciencia en el arte de la actuación tan sólo consiguió explicar algo que intuitivamente ya se sabía? No. Hay más. Al sistematizar su técnica actoral, Stanislavski no sólo consiguió explicar ciertos aspectos ya conocidos por actores precedentes, sino que además hizo que todo ese conocimiento fuese accesible y practicable para generaciones futuras. Es decir, lo que hasta ese momento era un saber intuitivo que se transmitía a través del binomio maestro-alumno, Stanislavski lo convirtió en un legado universalmente transmisible. Gracias a que publicó varios libros con el resultado de sus investigaciones y a que éstos fueron distribuidos por medio mundo, podríamos decir que el director ruso fue el primer maestro a distancia de actores. De tal forma, quienes vinieron después de él, incluso sin llegar a conocer personalmente a Stanislavski, pudieron conocer su sistema y plantear su propia respuesta. Esto revela que la ciencia, al aplicar un método reconocible por una mayoría, no sólo revela un conocimiento escondido sino que además lo hace asequible y viable para quien así lo desee. En consecuencia, el saber científico se ordena en eslabones encadenados. Quien investiga un determinado área, parte de lo conocido previamente y trata de aportar algo inédito, un nuevo eslabón en la cadena, que deberá servir de punto de partida para quien venga después dispuesto a seguir expandiendo el conocimiento.
Esta imagen de los eslabones enlazados casa perfectamente con aquellos grandes investigadores teatrales que han aparecido desde el siglo XX. A partir del eslabón primigenio de Stanislavski, el resto de los maestros han ido aportando nuevas y significativas estrategias teatrales: Meyerhold, Vajtángov, Michael Chéjov, Strasberg, Meisner, Copeau, Decroux, Lecoq, Grotowski, Barba, Bogart… Todos ellos, de forma más o menos intuitiva, aplican el método científico en su trabajo y, por tanto, además de revelar un nuevo saber, lo hacen inteligible para que posteriores investigadores continúen el desarrollo del saber y de la creación teatral.
En paralelo a este desarrollo científico del teatro realizado desde la praxis, el siglo XX ha vivido también, desde las universidades, el nacimiento y la expansión de la teatrología: un área de conocimiento del teatro eminentemente teórica y con clara vocación científica en sus procedimientos. Desde ahí y en pocos años han aparecido multitud de estudios apasionantes que revisan, expanden y redefinen el arte teatral en todos sus estratos. Sucede con frecuencia, sin embargo, que muchos de estos estudios no traspasan las paredes académicas, quedan incomunicados, como si se volvieran endémicos tanto por su ubicación como por su lenguaje y, por consiguiente, no llegan a impregnar a quienes, al otro lado, hacen teatro. Evidentemente, como en toda falla de comunicación, la cuestión concierne a las dos partes. Desde el terreno académico las investigaciones, además de explicar y razonar con brillantez la realidad circundante, deberían facilitar la comprensión de sus conclusiones fuera de su ámbito teórico, para poder influir así a quienes se enfrentan al teatro desde la praxis. Quienes practican teatro, por su parte, deberían ser más permeables a las reflexiones que vierten los teóricos de la escena, entendiendo que la manera de pensar un hecho afecta ineludiblemente la manera de afrontarlo. Se trata, en definitiva, de construir puentes que permitan un tránsito de doble vía que alimente lo que se piensa desde un lado con lo que se hace desde el otro, y viceversa. Es la única manera de encadenar eslabones para seguir creciendo. En caso contrario, nos encontraremos con eslabones sueltos, que pueden ser anillos maravillosos, pero que aislados se acaban consumiendo en sí mismos.