Cinema/Teatro Paraíso
“Eterno Paraíso”celebra sus bodas de plata con el Teatro sobre las tablas con Alucine (Cinema / Zinema, en su versión escolar), un homenaje del Teatro al universo del Cine. 25 siglos de Teatro se acuclillan, con toda su sabiduría ancestral y ancilar de vieja dama, para jugar al Cinematógrafo, ese recién nacido de un siglo de existencia, complacientes con sus travesuras, en un divertimento en forma de alucinación –con pesadilla incluida- que encadena con la irracionalidad de la sintaxis onírica, en aleatoria aleación, algunas de las secuencias del imaginario colectivo del espectador, ejercicio de intertextualidad fílmica, y que hace asomar a la platónica caverna de los sueños nuestras filias y fobias.
En un admirable alarde de economía de medios y combinatoria de recursos escénicos Teatro Paraíso pone en escena un montaje –dramático y cinematográfico, protagonizado por personajes-fotograma que interactúan en secuencias que se solapan, pisándose, unas a otras, hilvanando un cadáver exquisito- que, con inusitado sentido del humor, parodia el dramatismo enlatado de las producciones cinematográficas, con la comicidad siempre fresca del teatro, iconoclasta y desmitificadora de los cómicos, en esta obra híbrida del cine mudo –sin palabras y con acompañamiento musical como melodía de seducción- y el cómic–en viñetas de atrezzo y decorado pintado con el regusto de la buena artesanía-, el teatro de marionetas y la cámara negra –o el cuarto oscuro-, el teatro de sombras o la pantomima–con tics mímicos de algunos otros espectáculos regidos por Toni Albá-, con la estética del mejor grotesco, que encuadra el espacio en planos generales o de detalle, y enmienda la plana a la técnica del cine con la alternancia plástica de la mirada desde el aire-vehículos o viandantes vistos desde el rascacielos o aeroplanos desde las alturas-, de pie –los actores de carne y hueso-, o de rodillas –la garra gigante de King-Kong o ese dólar seguido por balas-, gracias a la manipulación de los tamaños y las dimensiones de la realidad, que convierte Alucine una amable pesadilla sainetesca, un esperpento festivo y travieso que hace de la fábrica de sueños el retablo de las maravillas, y de la industria cinematográfica un taller de arte dramático y artes escénicas, un supertrailer frenético y viviente de la superproducción cinematográfica del siglo y una obra de arte totalizadora: tira cómica dibujada a cuatro manos, banda sonora distorsionada con valor connotativo.
La transformación del tío Óscar en Arquelín se representa mediante las metamorfosis sucesivas de unos personajes-fotograma que, al inaugurar la ceremonia de la confusión cortando la cinta –cinematográfica- del estreno, emprenden una marathoniana sesión de reencarnación que desemboca en el indio despojado de sus señas de identidad -atrezzo y vestuario-, ganador que traspasa rendido la cinta de la línea de meta, solitario corredor de fondo, vencido y desarmado finalista de una atlética prueba combinada de “Teatrón”.
El espectador que aspirara a seguir el hilo de la trama de Alucine–Cinema/Zinema- se encontraría en sus inicios la secuenciación de la irracionalidad de la Prehistoria humana: desde los homínidos de Odisea Espacial –allá donde estuvo el paraíso, no el gallinero-, pasando por los monos de Tarzán –extraños en el paraíso-, hasta llegar al plato fuerte de King-Kong –duelo en el paraíso-, gorilas en la niebla de un humo que crea la atmósfera propicia para la mutación antes de que se represente en escena la sinrazón propiamente humana, como la del nazi alienado y alienante –Niebla y humo- o el maléfico Sir Dark, previos a la fumata blanca de los héroes positivos como Indiana Jones o Supermán o de las heroinas, tan ardientes como Gilda –fumando espero al hombre que yo quiero-, y la posterior aceleración vertiginosa de un carrusel de acciones marcadas por el activismo y la ocupación permanente del espacio –en virtud del horror vacui- que disipa los restos de orden racional de la secuenciación, dispersas las acciones mutantes –en heterogéneo batiburrillo de mosqueteros y piratas, oficiales, vaqueros, indios o caballeros-, y arrastra al espectador hacia un frenesí cinético, disparatado, que tiene más de Mortadelo que de Héroe de las mil caras, de un caricaturesco Carnaval que de una danza de máscaras, de viñeta de tebeo infantil-juvenil que del divertido sueño loco de una mañana de invierno.
El montaje, sin texto -excepto el homenaje a don Quijote y Sancho, con parlamentos de comicidad verbal, entre unos chapurreados que remedan el inglés o el alemán de las versiones originales-, se libra al trabajo actoral de los intérpretes –a diferencia de tanto figurín de lujo que aterriza en TV sin escuela de arte dramático ni meritoriaje alguno- y a un sentido del humor popular –sin ir más lejos, el rol del “gordo”, en quien confluyen celuloide y celulitis-, salpicado de picardía erótica y guiños de escatología, así como a la puesta en escena –decorados y máscaras de látex-componiendo la sonrisa de la Comedia que da la réplica a la mueca cinematográfica de la Tragedia, y ofreciendo al espectador de teatro –reciclado en operador de cine-, más que uno de esos productos contaminantes y onerosos de la Meca del Cine, una parodia circense y el mayor espectáculo de arte sano.
Cinema/Zinema es un onírico remake teatral del cine. Pero no digas que fue un sueño. LUIS ARTURO HERNÁNDEZ