Zona de mutación

Comer fe en vez de pan

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Cuando decimos ‘cambio de paradigma’ es porque entre otras cosas, ha caído un sentido trascendental, un más allá inscripto en el futuro, que jaquea a toda una cultura no sólo de fe y esperanza, sino a una manera de conformar la utopía. La esperanza metafísica es el principio fundamental de la utopia. Se trata de que a la modernidad le cayó la ficha, que es un sinceramiento de lo que es. No hay dioses. No hay más el imperio de ir al abismo, o de apurar finales en nombre de dicha esperanza. La secularización significó la desconfianza en una esperanza insatisfactoriamente racional. Detrás de la esperanza se levanta el pensamiento salvacionista que se expresa incluso en alguna idea de revolución. La idea de revolución en la modernidad ha estado penetrada siempre, en sus ideólogos judíos y europeos, de ese salvacionismo judeo-cristiano. Da a suponer que la crisis de la representación entre otras cosas simboliza esta crisis de una credulidad, ya no sólo de que la palabra o el signo es el objeto. La trascendentalidad da a creer que nuestra tal creencia representa ese cosmos sagrado. La presunta autoridad demiúrgica que se pudiera ostentar imitaría la autoridad divina del más allá. Esa línea representativa se puede reforzar, pero también se puede cuestionar y destruir. ¿Cómo? Rompiendo con el prototipo paterno que le impone a propios y extraños la representación eurocéntrica. El juego de reflejo a ‘imagen y semejanza’ estaría reverberando al compás de los misterios divinos. Creer no sería sino afianzar la fe en que esa relación es así. Como en el cosmos sagrado, (‘más allá’ todo es perfecto), la propia imperfección precisa de la fe para decir: lo hago como humanamente me es más posible. Pero también es posible romper con esa mímesis. Las fatalidades que la pobre gente sufre son justificadas de esta forma. Y que todos los hambrientos, aún ante la evidencia, quieran comer fe en vez de pan.

 

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Hay un fideísmo en las artes que confía en su esencia, sin necesidad de grandes elucubraciones. Hay un aspecto de este fideísmo que hace que uno no se obligue a fundamentar racionalmente. Sollers, en la época de Tel Quel, refiriéndose a Artaud, apunta que una de las palabras que más aparece en su obra es la palabra ‘pensamiento’. Parece una incongruencia, pero comprobarlo, resulta por demás significativo. Pareciera como que ciertos aspectos ‘no fundamentables’, para mantenerse en ese registro, deben ser una especie de alienación aceptable. Desde esta mira, las religiones en las que se cree se imponen como alienaciones personales y colectivas. Suele escucharse en el teatro a ciertos artistas (a veces a la crítica y al público inclusive) decir de sus trabajos: “no es una propuesta para entender”. Este retiro hacia un flanco neutral donde la fundamentación racional no es relevante pone también al arte en un marco de alienación similar al fideísmo: el de creer que hay un Sentido atrás (del que el emisor particular se desentiende), lo que aparte, sacraliza a ese mismo sentido a-críticamente. Esto es pensar teológicamente. No se trata de imponer con falso pudor un ‘deber ser’, el que se amilana ante un territorio donde se puede hacer lo que a cada uno le viene en gana, pero a sabiendas de que el arte es una forma de ‘hacerse cargo’, y que es desde allí que le interesa lo invisible, el inconsciente, el misterio, la eternidad, el infinito, etc, etc. De allí no se vuelve indemne. Es decir, de la solución perezosa, teológica, donde todo queda a cargo de Dios o de ese más allá del que nadie se hace cargo. Es una suposición de trasfondo que todo lo arregla, pues la acción del artista vendría a ser esa catoptromancia que devela sus designios. Es bueno preguntarse sobre qué mantenía tan enhiesto a Artaud, tan dignísimo aún dentro de su fracaso, con su cuadernito y sus lápices sempiternos en el tironeado bolsillo. No hay voluntad de escritura más incólume que la suya. Aún así, Artaud no se basaba en un saber qué decir porque sabía bien que nada anterior a ese acto existe. El signo escénico no es la consecuencia del ‘querer y saber qué decir’. Los jeroglíficos corporales a los que se refería, no responden a ese querer decir. Siempre el ‘querer decir’ es previo a una escritura, pero de lo que se trataba era de eliminar ese pasado, esa condición previa como retórica indispensable de la escena, sortear la trampa de lo adquirido, porque el lenguaje, dice Lacan, preexiste a la entrada que hace en él cada sujeto en un momento de su desarrollo. Eliminar el saber qué decir es fabricar el presente que demanda la escena, es eliminar la narración, las trampas profesionales de los ficcionadores. Para Artaud el teatro era una Máquina de producir presente. Era más propicio para nuestro personaje, emplazar desde un ‘no tener nada que decir’, una disposición proteiforme, apta para adquirir cualquier forma. Para verla hay deshacerse de la compasión que evita comprender (comprehender) el sufrimiento que sentía de ver expropiada su palabra, cuando es ese sufrimiento la prueba, el trance, la trama de lo que da voz al poeta. Artaud descubre que si una lengua está enferma (en su caso el francés), enferma a quien la habla. “El francés me enferma, me hace creer que soy francés. Me hace creer que he llegado”. ‘Hacer creer’. De ahí Artaud va al cuerpo y al lenguaje físico, material, que algunos ven incluso con más genuinidad material que el teatro finalmente ‘idealista’ de Brecht (pero este es otro asunto). Quiere decir que el trabajo con el cuerpo en Artaud estaba destinado a romper este embrutecimiento, este engaño de ‘haber llegado’. Pero no es fácil: “Cuando no se tiene un cuerpo y no se es nada, cuando todavía no se ha respirado nunca, hace falta una ‘voluntad terrible’ para fabricarse uno y ganar con él un puesto donde respirar con plenitud. Y esto no es asunto de ideas sino de soportar terribles ansias”. La angustia de la representación se cura con una ‘lengua multiplicada’. Dice Thévenin que todo este trabajo que la gente no vio en escena ella lo vio “en las lecturas que le escuché a Artaud, que fueron quizá a los únicos actos teatrales auténticos a los que asistí”, durante las visitas que periódicamente le hacía desde su cercano lugar de internación en Ivry. Artaud proclamaba que “todo lenguaje verdadero es incomprensible” porque su restauración del ritmo, de la sonoridad, desafiaba el lenguaje normal con su lenguaje propio, denunciando con él todas las significaciones refractarias a su lógica que quedaban en el camino. Eso es algo muy distinto a una ‘irracionalidad’.

 

 


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