Como un pajarito ilusionado
Cuando se van acumulando juventudes, pasan los trienios, se suman quinquenios, la mirada se torna más relativa. Y la muerte se convierte en una motivación, una inspiración, una forma de contar vivencias, se aflorar recuerdos, de acudir al jardín de las sombras nostálgicas. En mi profesión periodística he escrito tantos obituarios que llegó un día en que solamente escribía en pasado. Me salté el manual, miré hacia los lados e intenté que el oficio de tinieblas se convirtiera en una manera de celebrar la alegría de vivir. Vivir con las cicatrices de algunas ausencias que parecían difícil de suplir y que en contadas ocasiones así fue, siempre hay unos vacíos en el relato de nuestras vidas personales, familiares, amorosas o profesionales que nunca encontraron reemplazo.
De repente me llegan las imágenes de un encargo urgente del periódico donde escribo cada día y fue cubrir la ceremonia de despedida de Michael Jackson. Era una crónica y era un obituario. Era una relación con un fenómeno mediático, con un gran artista universal y pese a los esfuerzos de solidaridad, a entender el dolor que provoca en su entorno de cada fallecido, la relación con esa muerte, con esa narración era puramente razonada, descriptiva de hechos objetivos, de datos. Poco o nada intervenía el subconsciente, las emociones incontrolables. Pero a veces toca escribir sobre un amigo muerto en un accidente, o de una muerte súbita. Y entonces cuesta mucho. Demasiado.
La edad me ha hecho cada vez más cobarde ante la enfermedad, propia y de quienes quiero y más respetuoso con el dolor de los demás ante la muerte de un ser querido. Por ello decidí hace muchos años no acudir a ningún funeral que no fuera de alquien de primer nivel de cosanguineidad. No soporto la hipocresía de los estrenos. Menos la de los funerales. Me resulta insoportable ver a quienes lloran con una exhibición impúdica de sentimientos sobreactuados. Por experiencia propia sé que ante un hecho luctuoso se acumulan los afectos, pero llega al poco el silencio, la soledad, y es entonces donde debe aparecer la solidaridad y la amistad.
La semana pasada nos pilló con las maletas en la mano el fallecimiento de Irène Sadowska, sabíamos de su estado, habíamos estado con ella no hacía demasiado, cuando ya era un pajarito que miraba ilusionada un futuro que ella sabía que iba a ser corto. Llevaba años con dificultades de toda índole, pero en situaciones físicas que a cualquier otro nos llevarían al sofá o la cama, ella salía con muletas, con silla de ruedas y acudía a los teatros. Y después nos hacía la crítica. En ocasiones de una candidez exuberante y en otras de una dureza histórica, pero siempre mostrando ese amor hacia lo criticado, a sus ejecutantes, que dota a la crítica del humanismo y el rigor necesario para que no sea solamente un resultado de un estado de ánimo, sino de una reflexión.
Nacida polaca, huyó de su país asfixiante y se hizo francesa. Nos conocíamos desde hace muchos años. Nos habíamos visto en París, Rosario, Bayona, Wroclaw, San Petersburgo y de repente decidieron con su marido, François, venirse a vivir a Madrid. Fue a partir de entonces donde la relación se fue intimando. Coincidíamos en estrenos, cenábamos en su casa o en la mía con frecuencia, discutíamos de teatro, teníamos miradas divergentes sobre directores y autores, pero al final tras habernos bebido varias cosechas de buen vino a lo largo de estos años, nos unió algo tan inverosímil como que ambos frecuentábamos el mismo hospital y nos juntábamos para hablar de nuestros expedientes clínicos.
Era una mujer encantadora. Aparentemente retraída, incluso podía parecer hosca, pero de cerca, era entrañable. La última vez que la vi estaba muy guapa. Pesaba muy poco, era ese pajarito que miraba con ilusión ese futuro que ella sabía iba a ser corto. Había decidido tomar las medicaciones paliativas. Se fue en paz. La echaré a faltar. Y la echaremos a faltar en este periódico porque nos faltarán sus críticas de espectáculos de coliseos importantes o de pequeñas salas madrileñas que con tanto entusiasmo reclamaba las publicáramos con urgencia.
No sé qué más decir. Solamente pienso en la extrema soledad en la que se encontrará François. Y saliendo como estoy de Miami, mañana en cuanto llegue a Madrid haré por verlo, por irnos a tomar unos vinos a celebrar el haber conocido a Irène. Y no sé si lloraremos, pero lo haremos porque pocas personas se entregaron de esta manera obsesiva al teatro, a la crítica. Y él era su acompañante perpetuo, es decir, tiene un gran bagaje teatral.