Compañías del siglo XXI o peces de tierra
Cuenta Anne Bogart un encuentro crucial con Ariane Mnouchkine en los inicios de su carrera. Anne estaba en París para ver uno de los espectáculos de Ariane y su Thèâtre du Soleil. Tras la función Anne se acercó a Ariane para preguntarle por qué trabajaba siempre ligada a su compañía. Ariane le dijo con seriedad: «Bueno, no puedes hacer nada sin una compañía. No me malinterpretes. Las compañías son difíciles. Las personas se van, te rompen el corazón y las adversidades son constantes, pero ¿qué vas a conseguir sin una compañía?».
Creo que a pesar del paso de los años la pregunta no ha perdido fuerza. El mejor teatro es (casi) siempre de compañías, de colectivos que maceran en grupo y a lo largo del tiempo una visión particular del acto teatral. Pero al mismo tiempo ese paso de los años desencadena nuevas preguntas: ¿Qué es hoy, en las circunstancias sociales, políticas y culturales actuales, una compañía de teatro? ¿Qué se adapta y qué permanece en las compañías actuales en comparación con las precedentes? ¿Cómo vencer las adversidades de esta idea colectiva que parece en peligro de extinción?
Hablamos pues de una palabra que si bien mantiene su envoltorio (la mayoría de quienes promueven espectáculos en la actualidad se hacen llamar compañía), se aleja cada vez más de su sentido originario donde compañía definía el grupo, la troupe, el hecho de estar junto a otros para crear, reflexionar, debatir o ir de gira con los espectáculos. Nos referimos a una forma de organización que fue esencial, particularmente en el siglo XX (no es posible entender las vanguardias teatrales del XX sin mirar al teatro de grupo), pero que hoy en día su lugar hegemónico lo ocupan productoras, donde la visión empresarial sustituye a la visión colectiva, o directores de prestigio, donde lo grupal queda supeditado a un solo individuo.
La cuestión entonces se envenena: ¿Tiene sentido organizarse en compañías en una época que privilegia el individualismo y lo puramente mercantil? Mi respuesta sigue siendo sí, siempre que la compañía pueda adaptarse a unos tiempos cada vez más hostiles. Hablando en términos biológicos: seguir una estrategia como la de un pez australiano, el Dipnoi, que ante una serie de sequías desarrolló unos pulmones que le permitieron respirar fuera del agua.
Lo que viene a continuación son sólo pensamientos al aire para bosquejar estrategias de adaptación para compañías de teatro en estos tiempos; brochazos de letras que tratan de definir marcos de acción concretos cuando se quiere mantener una organización colectiva y creativa a lo largo del tiempo. Son sólo eso: una suerte de apuntes para peces que desean vivir fuera del agua.
1) Democratización máxima en lo interno – Si eres de izquierdas, no vayas a montar una compañía dictatorial
Uno puede pensar que la posición política de una compañía reside en las propuestas artísticas de corte político que se puedan desarrollar o en las declaraciones de un determinado signo político que se puedan publicar. Sin embargo, el acto político esencial de una compañía reside en su organización interna. Como he mencionado en alguna ocasión una compañía de teatro debería aspirar a ser tal y como nos imaginamos nuestra sociedad ideal. Al fin y al cabo, una compañía no es sino una micro-sociedad que se organiza según unas normas y unos criterios éticos y filosóficos que, de forma más o menos consciente, sus miembros deciden. La ideología de un grupo (y de las personas que lo conforman) se asienta inadvertidamente en cómo se organiza, cómo toma decisiones, cómo se comunican sus miembros, cómo se comparte la información, cómo se reparten ganancias y esfuerzos… Pasar esto por alto nos puede colocar en contradicciones de raíz. Es más fácil de lo que parece autoproclamarse de izquierdas, demócrata radical y feminista, y al mismo tiempo impulsar una compañía jerarquizada, desigual en la distribución de tareas y opaca en la circulación de la información.
Pero más allá de convicciones ideológicas, cuidar la organización interna del colectivo tiene implicaciones pragmáticas. El hecho de pertenecer a un grupo que da poder de decisión y derecho a la discrepancia a sus miembros tiende a contrapesar el desequilibrio natural que se instaura en un oficio donde el esfuerzo ingente y la economía precaria se dan la mano. A veces salir a tierra siendo pez solo merece la pena por el hecho de compartir la aventura con semejantes que tienen mismos deseos y derechos.
2) Liderazgo dinámico en lo artístico – Quien tenga el fuego que abra camino.
La democracia que se debe exigir en lo organizativo, sin embargo, no se aplica cuando nos movemos en el terreno artístico, donde las relaciones se establecen con savia diferente. Tal y como le he escuchado a mi amigo Ricardo Iniesta más de una vez con su natural vehemencia: “¡El arte no es democrático!”, en referencia a que las decisiones artísticas las tiene que tomar el director artístico. La frase sintetiza bien las estructuras de los teatros de grupo del siglo XX donde a la cabeza de un trabajo colectivo siempre aparece un líder (Grotowski y el Teatr Laboratorium, Barba y el Odin Teatret, Mnouchkine y el Thèâtre du Soleil, Bogart y la SITI Company, Iniesta y Atalaya, etc.)
Efectivamente, el arte no es democrático, pues depende del talento y éste es más bien caprichoso y se reparte de forma insultantemente desigual. La realidad, por mucho que se retuerza, es tozuda: no todo el mundo puede hacer de todo en el momento en que se entra en el ámbito profesional. Detrás de una pieza de arte hay siempre decisiones irracionales, impulsivas y extremadamente personales que se cuecen al calor de obsesiones intransferibles. Se puede pensar a la inversa: una manera eficacísima para hacer una obra horrible es democratizar las decisiones artísticas tratando de contentar a todo el mundo.
Sobre este axioma aparentemente inviolable, sin embargo, se pueden (y se deben) delinear nuevas vías que, respondiendo a la necesidad de flexibilizar las jerarquías y los liderazgos en el terreno artístico, hagan sostenible el grupo. Idealmente, la compañía debería ser un marco donde sus miembros desarrollen sus nuevos impulsos artísticos, respetando las capacidades y sobre todo las limitaciones de cada uno. Quien tenga el impulso (y la capacidad) de escribir, que escriba; quien tenga el impulso (y la capacidad) de dirigir, que dirija; quien tenga una idea escénica, que la proponga. En este terreno abierto al cultivo de ideas diversas después habrá que hacer poda, pues nuevamente no todo será válido de acuerdo con la filosofía, estética o criterios de calidad de la compañía (insisto, nos referimos al ámbito profesional). Lo relevante, en todo caso, es que el desarrollo de los impulsos creativos de los miembros sea una oportunidad tangible, que la posibilidad de que el liderazgo artístico pueda cambiar de hombros en cada proyecto sea real.
3) Colaborar como impulso creativo – Que entre aire en la cueva
En los inicios de una compañía resulta natural que los miembros pasen mucho tiempo juntos y que el grupo se recoja sobre sí mismo. Ese imán inicial que une a los miembros permite destilar la esencia colectiva del grupo, su forma de funcionar, su impronta estética y conceptual, permite trazar, en definitiva, sus líneas principales de acción teatral. Con el tiempo, sin embargo, esa fuerza que amalgama puede ser también fuerza que aprieta, que estrecha, que encoge fronteras. La colaboración con otros grupos y artistas aparece entonces como una opción de apertura que permite hacer grietas en la coraza del grupo. Grietas que lejos de romper la estructura, abren espacios por donde entra nuevo aire. Cuando la colaboración funciona surge como mestizaje creativo y se percibe como una incomodidad fértil al situar a la compañía fuera de la zona de confort. Es un terreno imprevisible pues colaborar implica siempre difuminar parte de la identidad de uno para acercarse al otro; y lo imprevisible crea vértigo, mantiene en alerta al grupo y aviva resortes creativos que quizá estén anquilosados, porque seguramente al tiempo no se le ha olvidado hacer su trabajo.
4) La pertenencia flexible – Hay billete de vuelta
La herencia del teatro de grupo del siglo XX es una herencia militante, donde la pertenencia a un grupo definía la identidad artística del individuo. El área de acción de un miembro se circunscribía exclusivamente al propio grupo. Su biografía artística era inseparable de la de la compañía. La vinculación entre grupo y miembro era tal que no era extraño considerar traición la colaboración con otros grupos. La relación de los miembros con su grupo vista como una dicotomía: o estás dentro o estás fuera.
Las compañías de teatro actuales (salvo contadas excepciones) se enfrentan a una realidad inevitable: buscan mantener un grupo dentro del ámbito profesional, pero no generan suficiente dinero para mantener un sueldo fijo para todos los miembros. La consecuencia es fácil de entender: si los miembros han alcanzado un estatus profesional y quieren hacer del teatro su oficio vital, deben compaginar la actividad dentro de la compañía con proyectos fuera de la compañía. La dicotomía sobre cómo definir la pertenencia a un grupo es entonces otra: ¿El grupo quiere funcionar en el ámbito profesional o no? Si la respuesta es sí, automáticamente implica que la pertenencia debe ser flexible. La cuestión se puede explicar con otro juego binario: no hay exclusividad (los miembros pueden colaborar con otros proyectos) pero es necesaria la “inclusividad” (los miembros deben implicarse en las tareas básicas de la compañía).
5) Crear un sustrato ideológico – Aquello que no se ve, en realidad te sostiene
Afrontar el teatro desde una compañía obliga a defender un espacio de juego propio que tiene sus propias reglas y valores, frente a la tendencia imperante del entorno. Una lucha que se refleja bien en el campo de batalla semántico:
- – Se crean espectáculos con un valor artístico y no productos que rinden un determinado rédito mercantil.
- – No se aspira a ser una mastodóntica industria cultural, sino a formar parte del tejido creativo de la ciudad o pueblo, que será una parcela pequeña sí, pero esencial para un determinado grupo de personas.
- – Se trabaja en compañía no para generar algo endogámico, sino con el objetivo de crear un núcleo de personas con intereses afines para que se abran al mundo con su teatro.
Por otro lado, una ramificación habitual de las compañías de teatro que perduran en el tiempo es que desarrollen una actividad pedagógica. Creación y pedagogía es algo que surge como dualidad simbiótica ya en el siglo XX, donde los grandes maestros del siglo XX se definen con precisión bajo el término “directores-pedagogos”. Aquí nuevamente hay que defender un terreno ideológico frente a simplificaciones que vienen de fuera:
- – La pedagogía no es solo una salida profesional, es la manera con la que se confronta permanentemente la visión teatral de la compañía.
- – Quien recibe clases por parte de la compañía no es solo un alumno, es alguien que empieza a incluir el teatro en su vida, como aficionado, futuro profesional o espectador, es alguien que forma parte de la comunidad teatral que se teje alrededor.
- – Enseñar teatro no es solo transmitir una técnica, es también contagiar una pasión, es ofrecer herramientas para disfrutar del teatro cuando se hace y también cuando se observa.
Esta declaración de principios es parte de los cimientos intangibles sobre los que se asienta una compañía. No se puede esperar que el entorno (programadores, gestores culturales, responsables políticos, críticos, etc.) los entienda ni asimile, pero es importante que los miembros de la compañía no los olviden.
Hasta aquí estas notas de supervivencia para compañías que quería compartir. No es fácil. Ya lo decía Mnouchkine: es un camino plagado de dificultades. Se precisa de un instinto y una capacidad de resistencia fuera de toda lógica para reclamar ese espacio que antes estaba cerca y hoy parece tan lejos. Pero pensemos en ese pez que aprendió a respirar en tierra: quizás sobrevivió porque nadie le dijo que el aire no fuera suyo.