Con la distancia a otra parte
La poética de la distancia, aún con sus sofisticadas técnicas de distanciamiento, cae en entredicho, como si finalmente la propuesta de Artaud, aún en sus variantes de aplicación, se impusiera a las de Brecht. Al límite de un teatro cárneo, inmediatista. Un teatro de contacto, palpable, acupunturado sobre la misma masa neuronal. Ya la arquitectura del siglo XIX, descripta por Fernando Quesada en «La Caja Mágica» perseguía en sus diseñadores de avanzada responder antes a la idea que a la necesidad, ya que desde allí es que surge y se potencia la experiencia por sobre la interpretación de una apariencia.
El teatro que vale por lo que hace antes que por sus imágenes interpretables, no sólo reivindica el instante sino que desmitifica el tiempo en que se elucubra sobre las obras vistas. Se pone en cuestión el histórico platonismo que llega hasta el Feuerbach de «La esencia del cristianismo», en cuyo prefacio a la segunda edición sostiene que «nuestra era prefiere la imagen a la ‘cosa’, la copia al original, la representación a la realidad».
El mundo de las imágenes y la visión (ideología) del mundo precisa de la distancia para conformar sus apariencias, sus símiles y dobleces. La perspectiva sirvió para poner en escala el ‘theatrum mundi’ y de esta manera hacer más previsible la coreografía sobre el territorio de la representación.
Sin embargo, la iconoclasia antisistémica ha devuelto la mirada a la raíz misma de los nervios, a una percepción pre-retiniana, pre-acústica, pre-háptica.
Allí donde germinan las cosas sensualmente, en un equilibrio e intercambio performático, sin ideas preconcebidas, hasta romper la hipnosis de las visiones de mundo.
La topometría da lugar a una topocrítica, a un discurrir textural, a un abrazo volumétrico que marca e impone las dimensiones de la realidad palpable.
La película de la realidad se proyecta en la propia piel, sin ficciones ni artilugios retóricos. La dramaturgia innata, que subyace genéticamente en los subsuelos olvidados, no puede sino al aflorar, expeler en su autoconciencia, los halos del desencanto que se enfrentan a un engaño sistemático y ancestral. El documental de sí mismo es contra la ficción enajenante. Y no es sin dolor.
Cualquier retorno ecológico y regresivo a una natural animalidad, es parte del giro copernicano de un millón de astros girando a un centro que no cuestiona el sí mismo, sino que lo pone en correlación a dicha escala.
Ya la realidad no está en otra parte sino que es parte de las aristas rocallosas que hieren el sistema perceptivo de los humanos, acompañada de un asidero, una responsabilidad equiparable a la desestructuración promovida por el modelo de Galileo frente a la Inquisición.
Hubo una fábula que se orquestó como el mapa sobre el territorio.
El retroceso del gesto que se desmonta como viejo signo de la fábula, deja un espacio vacío inundable por esa realidad original. Los ímpetus de la correntada real no pueden menos que ser violatorios, aleves. Sin embargo el cuerpo en su dolor registra las viejas compulsiones de ser parte, los ancestrales vértigos del espacio que se expande, donde antes que distancias, son succiones donde el cuerpo se aparea a una nada original que lo obliga a una renovada voluntad de ser. El dolor de la realidad que golpea el cuerpo es el fragor de la misma tormenta calcinante que lo funde en pertenencia a lo que no dejó de ser jamás: un grano de conciencia de una infinitud inscripta en el cuerpo. Cualquier distancia en ese cuerpo es un vértigo abortivo de lo que no se puede separar.
El cuerpo agostado del consumo y los rupestres avatares de la modernidad, avizora en el fuego fatuo de sus mortandades, la semilla de una nueva eclosión vital, una nueva epifanía, un nuevo orden resurreccional donde las cosas empiezan por ser lo que son.