Con un náufrago
Me ha pasado en muchas más ocasiones de las que quisiera: estar en una butaca y contemplar lo que veo sin conseguir ningún tipo de conexión, ningún tipo de movimiento mental o emocional. Nada, el vacío más absoluto; en todo caso, consternación por no poder ser partícipe de lo que veo. Sin embargo, al terminar la función, una tromba de aplausos sentidos, sonrisas radiantes, rostros alborozados… Y yo sintiéndome un náufrago, cual Robinson Crusoe en la novela de Dafoe, sin posibilidad de ser parte de esa comunidad jubilosa; claro que, otras tantas veces, esos aplausos se perciben donde antes se veían rostros abotargados de apatía y somnolencia y mi crispación, entonces, se desata.
Es complejo este asunto porque la línea es muy fina y, como bien sabemos, toda obra teatral, como ocurre en toda expresión artística, puede ser un fenómeno y una revelación divina para un espectador y, para otro, una soberana tomadura de pelo de la que únicamente se aprende lo que no interesa. Además, y al contrario de lo que Javier Marías practicó en su columna privilegiada de El País hace unos meses, una cosa es la libertad de expresión –tan manoseada últimamente- y poder arrojar tus opiniones sobre la representación tal y como uno quiera –faltaría más- y otra muy distinta, como hizo el mencionado académico de la RAE, es verter ocurrencias dañinas sin anestesia.
En cualquier caso, últimamente detecto un gusto deliberado por el alzamiento de nuevas figuras gurú en el panorama teatral nacional. Sucede no solo en el teatro, para ser honestos, sino en todos los aspectos públicos de la sociedad, aunque quizá en el hecho teatral sea más visible por el halo místico-mágico, casi sacerdotal, que siempre se asocia con el artista; se encumbra, pues, a una figura, se ponen a su disposición los medios que a los no escogidos se niegan y se aplaude sin cuartel todo lo que salga de él o ella. ¡A qué peligrosa deriva nos dirigimos! Porque es obvio que esto mismo puede aplicarse a las dos corrientes que cada vez más claramente vemos en las representaciones teatrales, y que aunque no son novedosas, desgraciadamente sí son recurrentes: el gusto por la pedantería y la ñoñería barata –muy vinculado con la apelación al sentimentalismo, que no a la sensibilidad- y las comedias facilonas que apelan al lavado de cerebro. ¿Hay que eliminar las ficciones de evasión o las obras sentimentaloides? Por supuesto que no. Sin embargo, miro con preocupación que se arrinconen al resto en pos del cortoplacismo y la dictadura del metal.
Se habla mucho y en todo momento de la raquítica infraestructura del teatro nacional; de la imposibilidad de dedicarse profesionalmente a ello y a la vez vivir dignamente; de las inexistentes cotizaciones a la seguridad social; de la reducción del IVA; del nulo interés gubernamental y la deficiente ayuda estatal; de modelos de sostenibilidad eficientes; etc. Pero poco o casi nada se habla de cómo incentivar al espectador del futuro y no tratar al espectador del presente como tontos y de cómo el teatro está perdiendo uno de sus mayores valores: el ser un foro donde las grandes cuestiones se debaten, lo cual no está en desacuerdo en absoluto con el divertimento, el buen espectáculo y el entretenimiento. Así que díganme, ¿qué hacemos con esto?