Contra el Teatro
El teatro es consciente de sus sabihondeces como de sus saturadas tradiciones, lo que no obstante le impide declararse en contra de sí mismo. Hacerlo sería arduo y demandaría mostrar con elocuencia y evidencia una alternativa. Toda crítica radical, que aluda a la muerte del teatro existente, puede ser vista como una iconoclasia meramente destructiva, sobretodo porque se descuenta que es un arte (en el mejor de los casos) bastante nutrido de aquello que en su propio sector complacientemente se auto-afirma, para de esa manera darse por hecho. No obstante, las elocuencias teatrales son en realidad peticiones de principio. Un teatrista demandará reconocimientos y legitimidades por sus trayectorias, por sus hechuras esforzadas, aunque no pueda demostrar propiamente un teatro como acto vivo, como un evento del que incluso no pueda decirse demasiado, porque su efecto es más demudatorio que expresable en palabras. Es el teatro una actividad que se sostiene en el oficio de sus hacedores, e incluso en el instinto repeticional que se alimenta en sus placeres indisputados. Es que el mero hecho de ‘estrenar’ provee de valores éticos que depuran una capacidad, válida en sí misma, ya que no necesariamente como arte a secas. El teatro se resiste a ser arte a secas porque sus costumbres se ejercen como reivindicaciones. Consumar su ejercicio cuasi arquetípico, no precisa de las denegaciones críticas del hilado fino y el ejercicio del pensamiento. Lo que Duchamp denunciaba como ‘la superstición del oficio’. Estamos llenos de hacedores y oficiantes. Plagados de teatralerías de ‘strass’ y colorete. Las avenidas de la creación lucen atestadas por realizadores, aspirantes, aprendices, pedagogos del oficio y simpatizantes. Nadie se atrevería a des-aprender, a tachar la propia manía de oficiar. Nadie es un alma perdida, todos cotizan. Nadie educa al des-artista como pedía Allan Kaprow. Todos ejercen positivamente, afirmativamente su capacidad de hacer teatro, iluminados por un supuesto clamor de éste que pide ‘ser hecho’ sin retardos, aunque el presente pague con indicativos tácitos a, más bien, deshacerlo y desteatralizarlo. Es que el teatro es sobre todo su pasado. Hacia delante no es quilla de nada. La figura teatral no se demuestra en el contraste sobre un fondo, no, ella se demanda suficiente y válida en su acto de presencia. Quién puede oponerse a tan larga tradición. Santifica una alegría adocenada, como esas periodistas de espectáculos que en los noticieros, al momento de anunciar la cartelera, se imponen sonreir como oponiéndose a las lágrimas de la realidad, suspendiendo los torvos anuncios del día de la fecha. Es que el teatro en las bocas de expendio de los grandes medios, es una dimisión del pensamiento. Tales periodistas no anuncian nada en particular, son sacerdotisas de una convención: la consolación cultural es sublime y sagrada. El teatro en sí no está obligado a divertir, con celebrar su función diversional, lo hará. Si al final aburre, no se computa en la variable cultural. Peor aún, puede que teatro equivalga a un estertor convivial, que se significa en la confirmación de su reproducción, momento que ya no es único sino reincidente del mismo acto cultural que se confirma en su repetición. La misma carga, el mismo entusiasmo para ‘trainings’ que predicen lo que va a ocurrir. Lo que ocurre ya se sabe, cuando lo recomendable sería ignorarlo. Se lo presume existente, por lo que sus operadores están liberados de hacerlo que viva. Sus oficiantes se levantan temprano, cumplen protocolos y responden a catálogos que reafirman tal existencia, hasta marcan tarjetas horarias en las reparticiones públicas donde son empleados. Estar preparado, ser profesional, es una prueba de existencia por la vía del mercado, o de la triste providencia del mercachifle que se autocompadece en su miseria. El artista sabe vivir del sublime olvido al que lo condena su público potencial. De ahí a cuestionarse su propia existencia, sería un acto de lesa artisticidad, una eutanasia administrada por estados que regulan la semi-vida en que mantienen a las artes de creación, haciendo oscilar sus presupuestos, su prescindibilidad o su favor indispensable, a caprichos asistidos por coartadas reguladas por los informes económicos que rigen el sentido común de la sociedad.
Hacer lo opuesto al ejercicio ‘exitoso’ de las ‘fórmulas’, obliga a ocupar el territorio teatral en clave paradójica, lo cual es demasiado desafío a la inteligencia y a recorrer el arte por el camino más largo. Si el teatro es obtusamente retiniano y háptico, dificultosamente avenido a dar vida fuera de sus signos autocorroborativos, como pueden ser el eco devenido en la platea de sus estímulos más directos, traducidos en carcajadas, lágrimas, sensaciones y otros signos probatorios por el estilo. Pero ¿cómo se genera significado, cómo se genera pensamiento? La ruptura de los vínculos confirmatorios de la communitas cultural: el gusto, la identificación, la ilusión, la sensación, tienen el sentido de confrontar a lo insignificante. La complacencia burguesa no significa nada. La rechonchez espiritual sólo asiste a sus saciedades y empalagamientos abyectos, a sus estéticas remanidas, a sus mundos de epígonos, reproductores, imitadores, fariseos. No se trata de un simple apetito por lo nuevo, no, se trata de lo vivo. Todo arte es una contra-inteligencia contra detectores de insurrectos, orinadores de bazofias, limadores de coronas, detentadores de agudezas. Los que desbordando los poemas, no aceptarán jamás que la cultura es una forma de adolecer. Un acostumbramiento a lo que no se tiene.