Crónica de un drama que no cesa
La pareja escenifica una crisis y la muestra como el desfasaje que la especularidad del amor debería mostrar coincidente. Según Stendhal en ‘Del Amor’: «El alma se forja un modelo ideal. Un día encuentra a alguien que se acerca a tal modelo, la cristalización reconoce a su objeto por la perturbación que le inspira, y consagra para siempre al amo de su destino lo que soñaba desde hace largo tiempo». Una pareja consuma un imaginario previo que se pondrá a prueba en la experiencia.
La difuminación, la pérdida del registro acabado del ‘otro’ fomenta una ruptura en el sentido, una imposibilidad de ‘leer’ actual que rememora lo que otrora era lo ideal. Toda crisis de pareja atestigua una memoria que cuando se desata irreconciliablemente, opera de fiscal antes que de defensora de lo que la constituía.
La fricción cotidiana se desencadena y formaliza en iteraciones que van sincopando un ritmo autónomo, válido en sí mismo, que le demarca un circuito a cada uno, quienes como el ‘hámster’ que corre interminablemente en la rueda sin fin, se alimenta de su propio mecanismo sin salida. Hay como un placer neurótico por repetir el lance, la discordia, el extravío que no expone otra cosa que la indecisión para salir. Quedar patinando en el mismo lodo, refleja la obsesión personal, el remolino ciego que se consume en lo propio, incapacitada de solventar el verdadero diálogo. Lo que se dice ‘en contra’ del otro en la pareja, pareciera que en vez de iluminar un significado se complaciera en obturarlo. Lo primero que se damnifica en esa crisis es la voluntad de recepción del otro. La recepción en el campo del diálogo es voluntaria, es una construcción consciente que inconsciente o aún deliberadamente se rompe. Lo consciente se obnubila en fijezas, en cuasi autismos de carácter monologantes. En este sentido el monólogo no es un reaseguro, sino que derrota al diálogo y priva a la pareja de la amplitud de dramatismo creativo que el pensar de a dos reflejaría.
Cuando el cruce monológico se transforma en una sincronicidad simultaneística de mono-hablantes, la pareja expone ese mal de ‘hablar por boca de ganso’, que no es sino caer en el sistema en donde cada uno es hablado por la voz del afuera a lo que constituye la libertad de la pareja. Ser hablado por el condicionamiento, por la obturación neurótica del deseo. La felicidad deviene en un sistema exasperante que se reproduce alimentado por las autosatisfacciones perversas que cada uno puede encontrar en detrimento del otro: hiriéndolo, subestimándolo, matándolo. Hablan ya por lo que se espera que digan y no por lo que en verdad los expresa. El emplazamiento yoico de cada uno no es sino el orgullo de «dos preciosos ridículos» extraviados egocéntricamente en la imposibilidad de romper la espiral agresiva.
Y como toda circularidad enferma, luego, lo que en realidad está mal de a dos se reclama como bueno desde cada uno. La afirmación de la exclusión. El argumento personal, que no puede ante el mecanismo giratorio que centrifuga las más profundas y verdaderas intenciones, revela lo que el otro yo enfrente no escucha, y luego lo que ya no piensa porque no lo percibe en realidad.
Hay leyes taxativas que igualan y oscurecen diferencias. La diferencia se pierde al dejar de crear. Luego, lo que se reclama como distinto es a gritos pero no porque el otro enfrente lo reconozca. Se trata de una crisis. Cómo evitar ser igual al otro, no ser obvio, para no sentirse serializado, consumido por lo habitual.
La crisis de pareja es la ruptura de un orden cultural que se nutre de un psiquismo ad hoc, correlativo a esa estructura. La pareja es una estructura cultural, sometida a ‘afinidades electivas’ acosadas por la moral de un tiempo. Territorio de una lucha en la que se incluye la construcción de su propia utopía, su propio infinito.