Sangrado semanal

Cuando el texto se revela

Un texto puede aprenderse de memoria como el Padre Nuestro. (Y que Dios me perdone esa expresión digna de nuestra herencia más judeo-cristiana). En cambio, los anglosajones aprenden los textos by heart, con el corazón. Esta última imagen se acerca más a la forma que tiene un maestro que anda suelto por ahí, de insuflar vida y aliento a las palabras, las comas, los puntos y las íes.

Vicente León lleva toda una vida dedicada, no sólo a obrar el milagro de convertir el verbo en carne, (Virgen Santa, cómo está la columna de religiosa), sino a conseguir que otros también lo logren. Este hombre posee el secreto de la gente que controla una disciplina de verdad: cuando explica y muestra lo que hay que hacer, todo parece sencillo, fácil y coherente. Al verle trabajar-enseñar, se advierte que domina un oficio labrado a base de amor y años de experiencia y trabajo.

Ahora bien, una cosa es ver, mirar y admirar y otra bien distinta es que a una le toque salir a la palestra. Es entonces cuando, tal y como dice él: «simplemente hay que hacer lo que hay que hacer. Y para ello sólo tengo que saber qué hago para hacer.» La propuesta de León es la siguiente: Aquí no se trata de decir un texto, sino de accionarlo. De entender cada palabra y cada coma como una producción activa del cuerpo. Una acción que se genera desde el mismísimo centro motor del cuerpo y no desde la mente. Se puede generar la acción de una palabra, y de la coma que le sigue; y también de la conjunción y de la siguiente palabra de la frase, pero uno no debe olvidar que una vez que empieza a accionar hay que comprometerse hasta el final. Y es que esta forma de entender el texto es un viaje sin retorno.

Cuando se empieza a trabajar de este modo, resulta difícil mantener vivas las acciones y hacer que cada palabra «suceda». Conseguir accionar también el final de una frase es ya todo un logro. Uno acaba físicamente agotado. Aunque esté diciendo el texto desde una silla. Después, poco a poco, se puede llegar a accionar un texto entero, desde el principio hasta el final. Es como mantenerlo vivo todo el tiempo. Y para ello es necesario comprometer el cuerpo hasta el último aliento. Así es como se evita que se pierdan los finales de las frases en escena. Aunque como dice el maestro: No es que los finales se pierdan o se caigan: ¡es que no se hacen!

Para que el texto se revele como un tejido vivo, las palabras no se dicen, las palabras se hacen dentro del cuerpo. Antes de «hacer» la palabra hay que cargarse. Cargarse de intención, cargarse de aquello que se hace pero que no se dice. Esa carga es aire. Aire inspirado. A veces, sucede que nos cargamos, bien al fondo, como Dios manda (vaya, otra vez) apoyados en el diafragma, etc., etc., pero… justo antes de decir la frase o la palabra que tenemos que decir… nos descargamos. ¡Y no nos damos ni cuenta! Es como si cogiéramos aire para inflar un globo y nos llenásemos los pulmones a tope, para luego vaciarlos a la mitad de su capacidad antes de insuflar, por fin, el resto del aire al globo. No tiene sentido, ¿no? Pues lo que hacemos muchas veces ante un texto es exactamente lo mismo.

Cuando uno empieza a accionar cada palabra, cada frase, debe prestar mucha atención a los gestos que sólo son carcasa de la idea y que no son verdadera acción que sucede en el cuerpo. Trabajar el texto de esta manera exige sinceridad, una integridad brutal con uno mismo que es absolutamente necesaria para no auto-engañarse y para trabajar de forma sutil y dar exactamente a cada palabra la acción mínima suficiente que merece, ni un gramo más ni uno menos. Eso de dar a las cosas la justa medida de lo que requieren y descubrir las trampas que uno se hace a sí mismo es un trabajo de lo más exigente.

Y así obrando (que no a Dios rogando), el texto, de repente, se hace carne. Y entonces olvidamos que estamos haciendo justamente lo que hay que hacer: realizar el recorrido debido con finura y precisión de cirujano, dar el fondo y la amplitud justos en cada caso, elevar las palabras y no empujarlas y seguir el camino que traza el texto hasta el final, ayudados por el tempo. El tempo es bastón, látigo y brújula que nos ayuda a no salirnos de la vía trazada y a mantenernos vivos a medida que recorremos a su debido tiempo todos los recovecos del texto-camino: sus depresiones, colinas, curvas, rectas y llanos sin perdernos por las intersecciones. Y es entonces cuando el texto se revela: como si le diéramos vuelta a la piel para poder ver el tejido vivo del que estamos hechos.


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