Cuando la danza nos concentra y nos hace bien. ‘Elvedon’ de Christos Papadopoulos
Una de las mayores virtudes que poseen las artes escénicas, más acá de las posibles lecturas e interpretaciones que podemos hacer de un espectáculo, es el hecho de detenernos, de sacarnos de nuestro ajetreo mental y cotidiano. Frenar el devenir, los apuros, las tareas pendientes, el ruido informativo, las conveniencias que condicionan nuestras relaciones y acciones, suspender nuestros roles y toda la serie de compromisos y contratos que nos conforman.
Una de las mayores virtudes y potencialidades de las artes vivas es capturarnos, raptarnos de nuestras contingencias, de nuestros yoes acelerados y dispersos.
Y esto, en mi opinión y según mi experiencia, ocurre con mayor intensidad cuando no hay palabra que descodificar o discutir, cuando la semántica y la semiótica se desactivan, cuando la materialidad, las texturas y las tensiones rítmicas de los cuerpos, los objetos, las luces y los sonidos (incluso los olores y la temperatura) configuran la dramaturgia (la partitura de acciones y su sentido).
La danza, el circo, el teatro físico y otras modalidades escénicas, sobre todo cuando no tienen la intención de representar (contarnos) una historia o de convencernos de alguna tesis, suelen suponer, así, en general, una des-automatización de los parámetros en los que acostumbramos movernos en nuestro día a día. También cuando todo lo que ocurre en el escenario ocurre en si mismo y por si mismo, sin remitirnos o ser referencia de algo externo o exterior a lo que está aconteciendo. Esa libertad paradójica, quizás, de estar en lo que estamos, sin tener que hacer un ejercicio de descodificación o de relación respecto a otros referentes o constructos ajenos al aquí y ahora.
La 37 Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia (Ourense) nos regaló una de esas obras maravillosas de la danza que, en su lograda dramaturgia, no necesita prestigiarse apoyándose en la obra literaria que toma como inspiración. Se trata de Elvedon de la compañía Lion and the Wolf (Grecia), concepto y coreografía de Christos Papadopoulos, inspirada en la novela de Virginia Woolf titulada The Waves. Fue en el Auditorio del Castillo, en la capital del vino de O Ribeiro, el 23 de julio de 2021.
Elvedon son cuatro bailarinas y dos bailarines, de fisonomías y motricidades muy diferentes, el espacio y el tiempo que modulan, a través de un movimiento muy restringido, basado en incesantes repeticiones y pequeñas variaciones.
La insistencia repetitiva en patrones cinéticos visualmente pequeños, realizados simultáneamente por el coro de seis danzantes, acaba por modificar nuestra percepción del tiempo. Esos patrones cinéticos, que se repiten de manera continua, crean un marco rítmico que nos arrastra y que se adhiere a nuestra pulsación, respiración y empatía, incluso en su abstracción formal.
Hay una emoción en lo abstracto del movimiento que aquí, en Elvedon, resulta especialmente vibrante. Quizás porque la abstracción no niega la humanidad disímil y, al mismo tiempo, comunitaria de las seis presencias que se ofrecen sobre el escenario. Pero, ¡ojo!, no se ofrecen como simples objetos de nuestra mirada, se trata de seis presencias que también nos miran y que, como intentaré explicar, acaban por llevarnos con ellas, de ampliar la comunidad que forman en el escenario con la que formamos en la grada.
Papadopoulos no ha escogido un casting homogéneo ni en la estatura, ni en la complexión física, ni en el tipo de piel, ni en la fisonomía, ni en el grado de belleza (me refiero, evidentemente, a la que marcan los cánones de la moda), entre otras peculiaridades. Se trata de seis individualidades muy diferentes que, sin embargo, en danza, constituyen una comunidad armónica y unificada, sin renunciar a esa diferencia tan humana y enriquecedora.
Así pues, es tan auténtica la diversidad humana congregada sobre el escenario, en sus diferencias, sin un vestuario que les camufle y tampoco una coreografía que les aleje de si mismas/os, que la abstracción y el minimalismo no resultarán fríos.
El vestuario es simple y de calle: camisetas de diferentes tonalidades, pantalones y calzado deportivo, sin unos colores o un diseño que llamen la atención o marquen algún tipo de tendencia especial.
La coreografía, pese a la abstracción generada por el mecanismo de la repetición-variación constante, tampoco les distancia de su identidad existencial y de su humanidad: no van a hacer piruetas, ni acrobacias, ni arabescos, ni contorsiones que les sitúen en el cosmos extraordinario de los dioses de la danza. Cuando rebotan sin apenas desplazarse del sitio en el que están, cuando corren en círculos, cuando se lanzan al suelo y permanecen tumbados en posición fetal, etc. no van a aparecérsenos como seres distintos de si mismos. Todo esto produce un minimalismo y una abstracción calurosos e intensos, emocionantes. Un minimalismo y una abstracción mediterráneos.
La seriedad o el rictus circunspecto de las caras, en buena parte de la pieza, con la mirada fija en la grada, a la altura de sus ojos, acaba por generar una ecuanimidad perceptiva respecto al resto del cuerpo. No hay expresiones identificables o fácilmente definibles casi hasta el final del espectáculo, cuando, como por arte de magia, aparece la sonrisa. Después de automatizar esa aparente inexpresividad o seriedad durante la mayor parte de la pieza, cuando aparece la sonrisa es como si aconteciese algo extraordinario y enorme. Igual que sucede con cualquier pequeño cambio o variación en esos patrones de movimiento, cualquier mínimo detalle se convierte en una especie de clímax, como si, de repente, se abriese una flor fantástica y sorprendente.
Sin embargo, ninguno de los movimientos que realiza el elenco son, en sí mismos, ni sorprendentes ni inventivos. Se trata, principalmente, de rebotes constantes de todo el cuerpo que hacen evolucionar, de manera pendular, los brazos, los hombros, a veces se desplaza el vaivén a la cadera, hacia adelante y hacia atrás o de un lado hacia el otro, modificando levemente, también, la columna vertebral.
El flujo continuo de movimiento, desde el inicio, con los cuerpos flexionados por la cintura de espaldas al público, hasta el final, pasa por fases diferentes muy unificadas y estabilizadas a través del mecanismo rítmico de la repetición-variación.
La música de Coti K también responde a patrones similares, de tal modo que el conjunto despliega una fuerza centrípeta absorbente y sumamente magnética.
Las diferentes temporalidades de cada espectadora y de cada espectador acabarán por unificarse con la temporalidad que se desenvuelve en el escenario.
Georgios Kotsifakis, Ioanna Paraskevopoulou, Chara Kotsali, Nandi Gogoulou, Sotiria Koutsopetrou y Tasos Nikas se mueven de una manera impecable. Lo hacen en ese término medio que no exhibe el virtuosismo, sin el cual aquellos movimientos, aparentemente simples y poco espectaculares, no adquirirían esa dimensión profunda, enigmática y embelesadora. El término medio para que la refinada precisión, tanto en el movimiento del cuerpo como en su desplazamiento por el escenario, así como en las diferentes disposiciones y agrupaciones del sexteto, no resulte maquinal o robótica, sino sencilla, como si se tratase de un gesto natural y fluido.
Esta es otra de las características a poner en valor: en Elvedon puede, incluso, darnos la impresión que no hay una coreografía, porque parece que no existe una creación de pasos de danza o un diseño de frases coreográficas.
Esa continua repetición puede producirnos la sensación de que no hay frase, al estancarse en un mismo movimiento insistentemente repetido hasta que, casi imperceptiblemente, va variando y dando lugar a otro movimiento, que ha evolucionado, casi por una lógica mecánica, sin interposición de la creatividad o la inventiva. Como si no hubiese una autoría detrás. Y algo similar ocurre con las disposiciones o distribuciones espaciales.
Una amiga me comentaba que estuvo un buen rato, desde que empezó el espectáculo, preguntándose: “A ver cuándo van a empezar a bailar”, pero que, sin darse cuenta, acabó cautivada por el movimiento sin saber muy bien por qué ni cómo. Y esto a mí me parece algo digno de tener en cuenta, cómo la danza puede estar en otros lugares y de otras maneras, hasta el punto de que alguna espectadora o algún espectador pueda llegar a preguntarse si eso es danza. Velahí lo sorprendente y lo maravilloso del arte, cuando es capaz de seducirnos y funcionar incluso fulminando su nombre. Aunque, en realidad, aquí, en Elvedon, la danza no pierde pie ni pierde su nombre, pero si puede confrontarse o problematizar, ampliando y enriqueciendo, el concepto más “tradicional” de danza que algunas personas puedan tener. Danza que no se nota que es danza o, si lo preferimos, que es otra forma y concepto de danza.
Yo permanecí, de principio a fin, literalmente encantado con ese remolino coral en el que, a través de repeticiones y variaciones hipnóticas, iban apareciendo pequeñas diferencias. Detalles que se abrían como flores maravillosas ante nuestros ojos.
Una coreografía anti-efectista, que generaba una adhesión empática muy absorbente y en la que cualquier pormenor se revelaba como algo importante.
A mí me hizo mucho bien. Después de unos días frenéticos y de mucha dispersión, Elvedon fue como un ejercicio de concentración. Una concentración purificadora, de esas que apartan el ruido y te recolocan el cuerpo y la mente en su lugar, sin rémoras ni adelantamientos, centrado, aquí y ahora, feliz.
Al salir quería agradecerle a Roberto Pascual, director de la MIT Ribadavia, el regalo que nos hizo al programar esta pieza. Me lo encontré fotografiándose con un desconocido de muy buena planta, que resultó ser Christos Papadopoulos. Me lo presentó y yo solo pude decirle la verdad en dos palabras: “Congratulations on the show!” y “Thanks a lot!”.