Velaí! Voici!

Cuando la palabra da sensación de danza. BU21 de Stuart Slade por Avento

Una de las cuestiones que más me atrae del teatro, en lo que atañe a su consideración dentro de las denominadas «artes vivas», es la recepción de sensaciones que no coinciden con las ideas, con los formatos, con los géneros y con las etiquetas asignadas a un espectáculo.

Me refiero, aquí, a percepciones aparentemente inmotivadas que contrastan con los apriorismos respecto a un género o modalidad teatral e, incluso, con las ideas que se puedan desprender de la obra en concreto.

Esas percepciones acostumbran a ser sutiles, no pueden ser afirmadas ni demostradas de manera taxativa, y se van cerniendo a partir de la globalidad de un espectáculo.

El 13 de octubre se estrenó BU21 de Stuart Slade en gallego, en el Auditorio do Concello de Vigo, por Avento Producións Teatrais, con la dramaturgia y dirección de Xoán Abreu. Esta propuesta es el más reciente ejemplo que puedo citar respecto a lo que acabo de comentar. Una obra afincada en la palabra como testimonio de la catástrofe, del horror, de la perdición, que, sin embargo, en la escenificación de Avento genera la ligera sensación de tratarse de un espectáculo de danza contemporánea.

Un poco más adelante intentaré explicar esta aparente contradicción: un espectáculo donde la palabra capitanea la acción y que, sin embargo, suscita la sensación de una danza.

BU21 es el nombre de un avión que protagonizó el siniestro que ha marcado la historia reciente de Inglaterra. No obstante, el milagro transformador del teatro convierte asuntos terribles y traumáticos en algo digno de ver, de escuchar, de sentir y pensar, con placer.

BU21 de Stuart Slade se estrenó en su tierra, en Londres, en mayo de 2016, y como si hubiese venido por el cable inglés, que tenía en Vigo un lugar estratégico, se estrena en gallego en la ciudad olívica cinco meses después.

Un espectáculo, el de Avento, redondo, de una eficacia rotunda, alcanzada gracias al matiz interpretativo del elenco, formado por Fernanda Barrio, Dunia Díaz Casal, Martín Maez, Fran Peleteiro, Rocío Salgado y Machi Salgado. Capaces de hacer aparecer personajes individualizados sin recurrir a cargas psicologistas, pese a que el asunto hubiese podido llevarlos hacia esa deriva obsoleta del acento sentimental o el arrebato emocional.

La dirección y la dramaturgia de Xoán Abreu apuesta por interiorizar el estilo british de la contención, tanto en lo escabroso como en las pinceladas de humor y comicidad.

Se asienta la propuesta en una realización de alta fineza rítmica, desde la que se construye y canaliza el sentido del espectáculo. De hecho, la estructuración de las masas fónicas, como arias operísticas, o solos de danza, se van combinando en duetos y coros, de tal manera que, los monólogos, se engarzan en una suerte de coreografía verbal que tiene un correlato en las distribuciones de las actrices y los actores en el espacio escénico, así como en sus desplazamientos.

De los discursos testimoniales individuales hacia el proscenio, utilizando toda su horizontal, como en un avión cortado longitudinalmente. Hasta el círculo coral de sillas hacia el foro, en la evocación de un grupo de terapia. Pasando por los dúos y los tríos y otras composiciones espaciales, donde la ropa, lanzada y acumulada en un caos, contrasta con el deambular de las actrices y los actores en busca de un orden, de un lugar en el que estar.

Esa búsqueda del orden, dentro del caos apocalíptico originado por una catástrofe, se traduce en desplazamientos por el linóleo blanco del suelo, como en un escenario para la danza, sin más escenografía que el juego actoral de las distribuciones, echando mano de algunos elementos como las sillas y las ropas, que se lanzan y se abandonan, como trapos, como restos de una hecatombe.

La ritmicidad del texto verbal se armoniza, sin ilustraciones ni redundancias, con la ritmicidad de los desplazamientos y de las posiciones actorales en escena.

Aquí ritmicidad se refiere a las diferentes líneas de tensión generadas por el texto, en su dicción verosímil y en sus contenidos impactantes. Así como a las líneas de tensión generadas por los movimientos y posiciones de actrices y actores en el escenario. No hay ilustración sentimental ni vomitera emocional, hay ejes de simetría y asimetría casi rituales, de fondo, tendentes a esa danza abstracta que extrae del infierno pedazos para que se recuperen en un limbo, justo antes de un paraíso que solo es anhelo lejano.

La iluminación blanquecina, el linóleo blanco del suelo, los paneles con fluorescentes de luz fría en todo el lateral derecho, las sombras lineales que se trazan por encima del espacio, como una verja o una ventana, seccionando sutilmente lo que se mueve por el escenario… todo esto también contribuye a esa sensación de danza. Y no es una danza de la muerte, de aquellas de la Edad Media, sino una danza que va por debajo, engarzada en la propuesta rítmica que pugna por reconciliar abismos y vida.

Afirmaba Martha Graham que la danza es el lenguaje secreto del alma y BU21, en el fondo, nos presenta diferentes inflexiones de estados de alma después de la catástrofe. Quizás por eso, también, la sensación que produce su deambular físico y verbal se aproxime al tono dancístico.

El texto de Stuart Slade es prodigioso porque deja con el culo al aire la forma del teatro testimonial y nos ofrece una obra que camina por la cuerda floja con maestría. Ni es teatro documento, aunque lo parezca por la exposición de hechos realmente acaecidos. Ni es teatro testimonial, aunque nos ofrezca los testimonios de un suceso. Ni es un texto posdramático, aunque se articula alrededor de una fragmentariedad y una disolución de la fábula, además de utilizar la palabra descriptiva antidramática y dirigirse, en muchas ocasiones, a la platea. Ni es una pieza dramática de base aristotélica que desarrolle una historia centrada en una línea de acción principal, capitaneada por un protagonista, que facilite la unidad ficcional.

BU21 viene a demostrar que la forma testimonial, a partir de declaraciones y exposiciones de hechos y sentimientos, recogidos de un suceso real, y dispuestos en un collage de monólogos al público que, después van enlazándose en algunas relaciones, esa forma testimonial, no escapa de la ficción y del afán fabulador.

Como señalamos, pese a que la obra recupera elementos acaecidos en la realidad, en ese momento histórico del ataque terrorista al centro de Londres, las personas (personajes) se acogen al clavo ardiendo de la fabulación. Darle forma a lo informe (sin forma) del trauma, echarlo fuera, y que eso pueda servir para algo, para apaciguar, reconfortar, comprender…

La exposición del dolor, el relato de hechos terribles, trufado de anécdotas que ofrecen un contraste cómico sutil y creíble, supone una autoconsciencia.

En este sentido, el espectáculo también muestra su autoconsciencia, en una suerte de metateatralidad, en un acto de autoconsciencia paralelo a aquel que está experimentando el testigo con la puesta a punto de su testimonio.

La riestra de testimonios, de confesiones, van configurando esos personajes individualizados, que no actúan con unos objetivos o bajo unos conflictos típicamente dramáticos en la modalidad, de ahí deriva también esa superación del psicologismo realista hacia una actuación mucho más fresca y ritmada, casi de «talk show», pero en tono dramático.

Tono dramático en una modalidad casi posdramática, afincada en el monólogo, en la declaración, en la confesión, en la mirada al público… Hendiduras que Xoán Abreu ha sabido interpretar en su dramaturgia escénica al permitir que emergiese esa sensación de danza, en una desnudez de la escenificación que va a la médula de un desconcierto que se concierta.

Velahí el objetivo intra y extra dramático y coral, del grupo de personajes y del grupo de espectadoras y espectadores: que el desconcierto se concierte y que el terror se asimile y se diluya.

Como señalé, el espacio escénico, y los paneles luminosos del lateral, diseñados por Diego Valeiras, dan como resultado un sitio limpio y deslocalizado, de tendencia abstracta, que facilita el espacio lúdico, corporal, abierto a la luz y al tránsito actoral en disposiciones teatrales que no parecen teatrales, porque entran dentro de ese ritmo del texto, como en un diálogo con el ritmo de las distribuciones dinámicas en el escenario.

Para que se dé esta fina simbiosis también hay que considerar la traducción del inglés al gallego, realizada por Andrea Abreu, Suso Moinhos y Xoán Abreu. El texto resultante sienta bien en las bocas, se presta a una verosimilitud de proximidad y no renuncia a la fraseología patrimonial. La filigrana de la traducción se demuestra en los contrapuntos humorísticos, donde la palabra se adapta a las inflexiones del humor más nuestro, pero desde la sutileza, desde la huida del chiste fácil o de los clichés cómicos. El humor británico, el humor catalán, el humor gallego… El humor es cosa nacional y ahí hay que saber hilar fino, como acontece en esta traducción.

También contribuye a la sensación de danza lo que atañe al espacio sonoro, en él la palabra es la música primordial, con sus silencios, sus curvas, sus velocidades. A ella se añade apenas algún fragmento musical, que no se emplea como música incidental dramática, ni como ambientación de voluntad realista, sino que se suma a la dimensión energética de algunos momentos.

BU21, pilotado por el equipo de Avento, es una aeronave teatral que alza el vuelo por encima del terror y consigue sublimarlo.

La pirueta dancística de Avento, que lee BU21 de Stuart Slade como una partitura en la que cada voz va configurando una perspectiva sobre algo tan controvertible, difícil e inasumible como puede ser el terror y sus secuelas, consigue un efecto casi coreográfico. Una coreografía que hace del conjunto un poliedro de perspectivas y que, como danza, libera.

Si quien canta sus males espanta, tampoco los espantará menos quien danza.

Afonso Becerra de Becerreá.


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