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Cuando la vida danza entre cascotes. Olga Roriz

Hay asuntos más que difíciles, que suponen un reto para la ética y, en consecuencia, para la estética. Entre los más complejos, la violencia y la guerra.

A nivel humano, nunca hay una guerra que pueda ser justa. Y dudo mucho que pueda serlo a nivel político o económico. Da igual que el negocio de la destrucción pueda ser rentable para algunos países, para empresas armamentísticas, para la conquista de territorios y el aumento de poder de los estados. Da igual que la sinrazón de las religiones más extremistas impongan sus dogmas a base de violencia. Da igual, porque, a nivel humano, nada justifica una guerra. La violencia niega nuestra capacidad para relacionarnos desde lo humano: la razón.

La emoción del odio, de la ira, alimentando el furor de la lucha, de la venganza, la erótica del poder… suponen el fallo de la razón, de la capacidad para analizar con ecuanimidad y justicia y para actuar en consecuencia.

No creo que haya posible representación del auténtico desastre que siempre es una guerra. Sin embargo, sí que existen sensibilidades artísticas capaces de ofrecernos una visión de la tragedia, sin explicarla, sin quedar en todos esos lugares del saber a medias lo que pasa, a los que nos tiene acostumbrada la prensa.

La coreógrafa portuguesa OLGA RORIZ se atreve a situar la danza-teatro en el vórtice de la catástrofe, la guerra de Siria y la tragedia de las refugiadas y los refugiados.

ANTES QUE MATEM OS ELEFANTES de la Companhia OLGA RORIZ, ha estado programado en el Teatro Nacional São João (TNSJ) do Porto (Portugal), donde pude verlo el sábado 28 de enero de 2017.

Luísa Roubaud, en el programa de mano del espectáculo, reflexiona muy acertadamente: «Trazer este assunto para a cena é percorrer um caminho minado: como tocar a alma do cidadão, confortavelmente sentado nos (ainda seguros) auditórios europeus, sem produzir o enésimo lugar-comum sobre a catástrofe? Como subtrair a arte da perversa função de redimir a má consciência dos favorecidos? Como contornar o risco da estetização do mal?» (Traer este asunto para la escena es recorrer un camino minado: ¿cómo tocar el alma del ciudadano, confortablemente sentado en los (aún seguros) auditorios europeos, sin producir el enésimo lugar común sobre la catástrofe? ¿Cómo substraer el arte de la perversa función de redimir a la mala conciencia de los favorecidos? ¿Cómo superar el riesgo de la estetización del mal?)

Preguntas pertinentes que la compañía Olga Roriz no esquiva en su trabajo.

Antes que Matem os Elefantes no se sitúa en el campo de los efectos patéticos o morbosos de la violencia bélica. No se exhibe en clímax apoteósicos apocalípticos.

Antes que Matem os Elefantes avanza acumulativamente hacia ninguna parte, la de la ciudad bombardeada, la de las casas destruidas, la de las personas que se guarecen en rincones.

André de Campos, Beatriz Dias, Bruno Alexandre, Bruno Alves, Carla Ribeiro, Francisco Rolo y Marta Lobato Faria, tres bailarinas y cuatro bailarines, son esas personas anónimas, como las que vemos en los telediarios o en las imágenes que nos llegan de Siria. Pero estas personas anónimas, las bailarinas y los bailarines, están aquí ante nosotros, directamente, sin mediación, como aquellos cuerpos abatidos cuando huyen, cuando realizan cualquier actividad cotidiana.

La guerra es un estado de excepción que aniquila cualquier actividad cotidiana, que anula el día a día. Por eso en una secuencia una pareja intenta abrazarse repetidamente, mientras dos hombres los separan por la fuerza tirando de sus brazos una vez, de sus piernas, otra vez, de su ropa, otra vez…

La nevera deja de contener alimentos y ahora es un refugio frío e inhumano. También el símbolo de una vida doméstica abortada en un gólgota de cuerpos engarzados por la herida y el dolor.

Pero la danza no es expresionista, no hace explícito el gesto del dolor, no redunda en la vena existencialista, sencillamente se mueve entre cascotes, entre piedras y polvo, entre detritos. Y ahí la danza, para la recepción, duele.

Ver a una bailarina, con ropa de calle, caer, girar, elevarse, caer, lanzarse contra el suelo… entre fragmentos de cascotes y polvo, roza lo sobrecogedor.

Sabemos que esos cascotes son atrezo, concebidos escenográficamente por Paulo Reis y Olga Roriz y especialmente preparados para no dañar a las bailarinas y a los bailarines. Lo sabemos, lo suponemos, pero el ojo capta la caída de los cuerpos entre los cascotes, el ojo no deja de ver esos cuerpos estampados contra los escombros.

En el teatro la primacía de lo sensorial, lo que vemos y lo que escuchamos, suele imponerse a lo que pensamos.

El desarrollo rítmico (tensional) de la acción coreográfica, en este caso, y con los objetos, las relaciones rítmicas (tensionales) entre actrices, actores, iluminación, silencio, sonido… no nos permiten mantener la salvaguarda de lo sabido: que esos cascotes estrellados contra el linóleo del suelo son un atrezo especialmente preparado para no dañar realmente los cuerpos que se precipitan sobre ellos.

La sinergia, en la recepción, con la acción escénica actúa de manera inmediata, contundente y, en cierto sentido, inapelable.

Ahí, Olga Roriz, nos pone delante a la persona anónima resistiendo y sobreviviendo ante el derrumbe impuesto.

Hay secuencias de automanipulación y heteromanipulación de los cuerpos y ya la propia forma es el contenido. Ya la propia forma nos resulta elocuente respecto a las posibles interacciones en una situación similar.

Automanipulaciones agarrando la ropa por el lugar de las articulaciones: hombros, rodillas… como si alguien extraño te arrastrase o tirase de ti, forzándote a adoptar una postura de genuflexión, ordenando una fila de personas contra un muro con las manos cruzadas detrás de la espalda…

Heteromanipulaciones en las que uno de los bailarines carga o empuja cuerpos para depositarlos, amontonados, encima de unos colchones sucios.

Manipulaciones de objetos, fundamentalmente calderos con piedras y restos de construcciones, para generar una lluvia de cascotes por encima de las cabezas, para impulsar un chorro de cascotes, como si fuesen escupidos tras el impacto de un proyectil o la explosión de una bomba.

Lavarse la cara en una bañera pequeña. Acurrucarse en un sofá, en medio de la destrucción.

Imágenes que nos pueden recordar Blasted de Sarah Kane, con otra guerra de fondo, la de Sarajevo.

Nunca hemos salido de la era de las guerras.

El siglo XX de nuestra «civilización» ha sido uno de los más sangrientos de la historia. El siglo XXI parece que le va a la zaga, invalidando el sueño del progreso humano.

La coreografía de Olga Roriz no renuncia al paisaje escénico en el que se mezclan cuerpos, calderos, piedras, cascotes, sofá, nevera, colchones, mantas, taburetes, barras de focos a la vista, algunas medio descolgadas, otras directamente apoyadas en el suelo… Tampoco renuncia a que de ese paisaje, en el que diferentes elementos se van moviendo, emerjan imágenes que, como fotos instantáneas, iconizan situaciones fragmentarias que nos interpelan poderosamente.

Ese paisaje híbrido, sometido a la guerra, no experimenta cambios ostensibles en la dirección de un progreso o resolución dramáticos, por la contra, genera una especie de estancamiento de las acciones que también contribuye a conferir ese peso implacable de la violencia impuesta y repetida por los siglos de los siglos.

Un peso que nos cerca, que nos sitia, que no nos permite apartar la vista del escenario y de lo que en él se mueve sin (re)solución.

Entre las instantáneas la del joven plegado en el suelo con la sien apoyada encima de un cascote, como si fuese una almohada, mientras sus pies y la parte inferior de las piernas aún continúan, en el aire, el movimiento del que corre para escapar de ese lecho pétreo de la muerte impuesta. Hasta que, lentamente, como en un suspiro, se disipa el movimiento de los pies y el cuerpo permanece plegado en el suelo, como un durmiente con la cabeza reposando sobre una piedra hiriente.

Entre las instantáneas, aquellas tan difíciles de fotografiar y, por supuesto, de realizar eficazmente encima de un escenario, resueltas de manera impresionante, como es el caso de las procesiones de lucha, en las que los cuerpos se engarzan en la pelea.

Aquí unos empujan, otras sostienen, otros se lanzan por encima, otras caen por debajo… Hay zonas de movimiento vertiginoso por una parte, en simultaneidad con zonas de una quietud tensa, que acumula fuerza, y que acaba por reventar por otro lado.

Y así se nos presenta una pelea verosímil en la estructura rítmica de la composición de esa pelea.

Una lucha que mantiene la sensación de caos y de violencia, sin utilizar efectismos morbosos o posturas mil veces vistas y reconocibles.

Una composición verosímil por la articulación exacta de los equilibrios y desequilibrios, los pesos y los contrapesos, la simultaneidad de movimiento visible con una inmovilidad incandescente, a punto de estallar como un volcán feroz.

El dominio portentoso de las duraciones y las velocidades en el desarrollo de los movimientos. Movimientos coreográficos individuales, hacia afuera (para huir, para agacharse, para asomarse…) o hacia adentro (con una misma, con uno mismo, en automanipulaciones, en soliloquios físicos), en relación a otras y a otros cuerpos en quietud o movimiento, en relación a objetos (vaciar calderos, llenar calderos, colocar piedras, transportar nevera, repartir mantas…).

Movimientos en los límites conceptuales de la danza y de la acción teatral, con momentos en los que se diluyen fronteras y momentos contrastantes en los que se afirma el coro que danza al unísono.

Merece la pena señalar ese instante, que se repite unas tres veces aproximadamente, a lo largo de la pieza, en el que todo el coro de bailarinas y bailarines se detiene, en la diagonal, hacia el margen derecho del proscenio, para mirar, entre inquiridores y desafiantes, una fuerte luz que cae sobre el escenario como la mirada de un dios impiedoso.

Un coro de personas anónimas, igual que las voces anónimas de niñas y niños de Siria sobre fondo negro, que escuchamos al inicio de la pieza, a la manera documental, contándonos lo que les ha ocurrido y cómo se sienten.

Un coro de personas anónimas sometidas a un fatum externo, esa luz lateral que miran incrédulos.

Una luz que entra esquinada y psicópata.

El rayo de la guerra.

Una danza, ésta de Antes que Matem os Elefantes, que, por veces, parece desmembrarse entre el polvo y los cascotes.

En mí, como espectador, el escalofrío contenido casi durante los cien minutos de espectáculo.

El escalofrío de estar ante una de las infinitas variaciones en la sonata mortífera de las guerras, que nos acompaña desde el principio de los tiempos y que niega el concepto de humanidad.

Afonso Becerra de Becerreá.


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