Cuando lo artificial nos revela. Crash Park, la vie d’une île. Philippe Quesne
Los paraísos perdidos forman parte de nuestros anhelos más hondos. Pero… ¿existen? ¿No serán fruto de nuestra imaginación? El paraíso perdido es un juguete de nuestra imaginación. Quizás una muestra de nuestro descontento con lo que nos rodea ahora. El mito del paraíso perdido, por asociación, a mí también me remite a una isla perdida, a un lugar “virgen”.
¿Qué pasaría si en un viaje de avión a un destino previamente decidido, la aeronave sufriese un accidente y no llegase a destino? Seguramente no quedaría nadie vivo. ¿Pero y si ese accidente, en vez de ser trágico llevase al avión a amerizar al pie de una isla desconocida, en la que no existen más personas?
Esta hipótesis se antoja tan fantasiosa como para, en realidad, ser un juguete teatral más que una situación real.
Este es el caso de la última creación de Philippe Quesne, Crash Park, la vie d’une île, que ha estado de gira por Portugal, entre el 7 y el 9 de noviembre de 2019 en el Teatro Nacional Dona Maria II, TNDMII, de Lisboa, y el 15 y 16 de noviembre en el Rivoli del Teatro Municipal do Porto, TMP.
La isla es el personaje principal, una suerte de ecosistema artificial, entre lo onírico y el juguete, que nos puede remitir a La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, a los paraísos perdidos, al Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Y las personas, actrices y actores, a los personajes de un film o de una novela de aventuras. De hecho, el inicio del espectáculo consiste en la proyección cinematográfica de las actrices y actores interpretando al pasaje de un avión y también a la tripulación.
La embocadura del escenario, en vez de un telón, tiene esa enorme pantalla en la que vemos un pasaje y una tripulación peculiares. Realizan actividades inhabituales y rítmicas, que delatan una cierta ironía cómica respecto a las regulaciones de las actividades que se pueden hacer en el interior de un avión, todas programadas. El momento de la comida plastificada. El momento para dormir, también, en cierto modo, plastificado, cuando les entregan un antifaz plastificado que todas las personas sacan de su bolsa de plástico a la vez. Igual que antes sacaron, de sus respectivas bolsas, las bandejas de comida, los cubiertos de plástico, etc. Igual que, ellas y ellos, van metidos en ese contenedor sintético y artificial que es el avión.
Entre las excentricidades que podemos observar, además de ese ritmar las actividades de todas las pasajeras y pasajeros, está, por ejemplo, cuando la tripulación bebe chupitos de licor, escondida en uno de los reservados de la aeronave.
La expectativa de un destino funesto está presente y, al mismo tiempo, es trascendida o atravesada por esas excentricidades, por esos extrañamientos respecto a lo esperable, a lo lógico, a lo verosímil en tal situación. Con esto, Philippe Quesne, ya nos está dando la clave de la pieza: el juego que no oculta su placer en el artificio y en la especulación con hipótesis imaginativas y fantásticas, que nos lleven a lo onírico. También es clave esa ironía cómica tan redentora.
En la imagen fílmica comienzan las turbulencias y la agitación creciente de la aeronave, que pilla a todo el pasaje durmiendo, con los antifaces puestos. La cámara se deleita en mostrarnos esas caras y esos cuerpos durmientes, con los ojos vendados por el antifaz. Nos enseña diferentes formas y figuras del sueño, extremándolas hacia la caricatura en algunos casos. Las posturas adoptadas durante el sueño, las caras que se nos quedan, como un reflejo desasosegante y simpático al mismo tiempo.
Mientras tanto, el piano que está a la izquierda del proscenio y que toca solo, como un autómata, eleva su intensidad. Unos actores, vestidos con albornoz blanco, entran con una maqueta enorme de un avión por los corredores de la platea. Una actriz va delante de la comitiva con una máquina de humo, fabricando nubes que la maqueta de la aeronave atraviesa en una especie de trayecto difícil. La procesión recorre los pasillos de la platea y desaparece, al mismo tiempo que la pantalla cinematográfica, a modo de telón, se eleva y… ¡sorpresa! Otra sorpresa más. En el escenario aparece un enorme peñón con palmeras, a la derecha, un suelo encharcado que simula el mar. A la izquierda, en el fondo, los restos del avión y los destellos de luces de emergencia o de los rayos de una tormenta, como si proviniesen del interior de esos restos. Delante de los restos de la aeronave, hacia la izquierda, unas rocas teatrales. Todo ello envuelto por un telón pintado, de tonos amarillentos o dorados, con unas enormes nubes.
El escenario, como suele acontecer en la dramaturgia de Quesne, es un microcosmos autosuficiente, un hábitat cerrado en si mismo que alberga o puede albergar un mundo. El propio concepto de isla se aviene con el concepto dramatúrgico que parece regir las creaciones de Philippe Quesne: el escenario como lugar privilegiado para observar los comportamientos de una comunidad, aislada del ruido del mundo, de lo borroso de nuestro día a día. El escenario como una especie de laboratorio para examinar las conductas que los seres adoptan (podemos adoptar) cuando nos congregamos.
Esa observación es un examen exento de la intriga dramática, ya que no asistimos a la representación de un relato o de una historia. Liberados de esa intriga dramática, nuestra expectativa adquiere, ante esos paisajes escénicos, una profundidad centrada en detalles aislados, en matices extraños o familiares, en reconocimientos y extrañamientos. La intriga que se genera de esta manera, con este tipo de dramaturgia, es muy similar a la de un entomólogo o a la de un científico que disecciona lo que ve, que se asombra ante detalles de esa naturaleza artificial, que, incluso, puede producir hipótesis. Al mismo tiempo, se trata de una observación con una cierta dimensión contemplativa, como cuando miramos una pecera o un terrario y nos quedamos pasmados ante aquella realidad enmarcada, en cierta manera, aislada del mundanal ruido.
La isla es un objeto que las actrices y los actores comenzarán a animar, como si se tratase de una gran marioneta. De este modo se produce un efecto sumamente atractivo y poderoso: la escenografía deja de ser escenografía al servicio de la reproducción mimética de un espacio ficcional. De esta manera, la escenografía se convierte en un ente animado, en un dispositivo de juego, tanto o más elocuente (en la producción de sensaciones, emociones y significados varios) que las propias actrices o actores y lo que ellas y ellos nos puedan contar.
De hecho, ese inicio cinematográfico del pasaje y la tripulación de una aeronave, así como la propia referencia de una isla perdida en medio del océano, no son más que el Macguffin, o sea, una excusa y un aliciente temático para el juego. Porque, de hecho, no vamos a asistir, como ya he señalado, a la representación de una historia. No hay un argumento más allá de la coartada o la excusa de esos seres en ese medio artificial. Un hábitat escénico que no esconde, sino que ostenta, su artificialidad.
En el escenario se producen, como en un parque de atracciones (algo que ya acontecía en La mélaconlie des dragons), fenómenos espectaculares con un toque entre lo naif y lo kitsch: la aparición de un par de topos del tamaño de unas personas; la explosión de una especie de geiser de espuma que sale de una de las ventanas de la aeronave siniestrada; truenos, relámpagos y lluvia; una discoteca en el interior del peñón; etc.
Las actrices y los actores simulan los supervivientes del vuelo siniestrado, sin dramatismo, sin verosimilitud. Como en un juego divertido, hacen como si nadasen y alcanzasen el peñón con las palmeras de plástico. Realizan un tour turístico, en una especie de parodia. También se disfrazan con hojas verdes de plástico, emulando una tribu primitiva y exótica de postal. Bailan. Cantan. Encuentran bananas y un coco. Aparece un esqueleto humano que ignoran. Uno de ellos baila con el esqueleto. Abren un pub de cocteles en el interior del peñón, señalizado con un letrero de luces de neón. La dependienta de la coctelería anuncia títulos de libros de Gaston Bachelard, Gilles Deleuze, Samuel Beckett, Michel Tournier, etc. Hace su aparición un pulpo gigante, una especie de marioneta, que entra en la gruta en la que bailan. El peñón con las palmeras gira. Los tentáculos del pulpo salen por los huecos abiertos en la isla, escuchamos y vemos un parodia de película de serie B de terror. Vencen al pulpo gigante, pero salen de la caverna discoteca, vestidos como de la época de la Revolución Francesa. Una de las varias mutaciones que sus apariencias han ido experimentando a lo largo de las diversas fases de este juego titulado Crash Park, la vie d’une île.
La ironía es necesaria para sobrevivir y este parque de atracciones es, en sí mismo, una ironía. La imagen de despreocupación y divertimento nos ofrece una visión de la humanidad fantástica. Podríamos pensar que la situación y los personajes evocados nos presentan la emancipación del ser humano contemporáneo occidental, capaz de convertir en distracción y recreo cualquier aparente adversidad. Se trata, por tanto, de una visión optimista, que apela a una cierta inconsciencia primigenia, a la capacidad de jugar como cuando éramos niñas/os. También apela a esa necesidad de inventar otros planetas, otras islas, otros mundos dentro de este mundo. Mundos artificiales que nos revelen.
P.S. – Sobre la obra de Philippe Quesne, en esta misma sección:
“El tiempo y La melancolía de los dragones de Philippe Quesne no Porto”, publicado el 23 de febrero de 2018.
“Observación e introspección. Cuaderno d’Avignon 13”, (sobre Swamp Club) publicado el 9 de agosto de 2013.