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Cuando los actores son, los personajes pueden estar. The Cherry Orchad de Tg Stan

Una obra que, según mi parecer, resulta emblemática del teatro es El huerto de los cerezos de Anton Chéjov. Su centro generador es la tensión entre un pasado que se marchita y un futuro que tampoco promete milagros. Una obra que es un tránsito. Una confluencia de personajes que, en vez de originar un cuadro con un punto de fuga único o una historia jerárquicamente ordenada, nos sitúa ante un paisaje humano diverso, en el que cada personaje es una pincelada aquí y otra allá, un borrón, un trazo tembloroso, un espasmo, un puntito, una raya, un garabato… Una coralidad de individualidades, un puzle en el que las piezas tienen difícil encaje.

Este mosaico de personajes, la vieja casa y la finca de cerezos, siempre me parecieron más un poema que no una fábula o historia. Un espacio para la contemplación emocionante del momento hondísimo que, a la vez que te atrae y absorbe hacia su abismo, se esfuma y desvanece. Una obra que coreografía y le pone cuerpo, voz y gesto, al concepto huidizo del tiempo y a esa parte anímica del espacio.

El huerto de los cerezos de Anton Chéjov es un poema que consigue atrapar al vuelo el ánima del tiempo y el ánima del espacio en ese paisaje entre cerezos, ahora improductivos, y personajes en tránsito.

Los cerezos rodean la casa de campo de mis abuelos maternos, en la agreste montaña de Lugo.

Es el árbol que antes florece, antes incluso de que le salgan las hojas ya se llena de diminutas flores blancas.

Los cerezos marcan, con sus flores, el inicio de la primavera, pero al primer soplo de viento se les caen los pétalos.

De todas las flores que conozco, la de los cerezos, es la que menos dura, la más débil.

Los cerezos que rodean la casa materna de la aldea han quedado descuidados, no se han podado. Se han hecho enormes y, con las tormentas, se les han ido desgajando algunas ramas, otras han cedido con su propio peso. Ya no se puede subir a ellos para coger cerezas. Son como esqueletos gigantes, un tanto desmadejados y decrépitos.

En la época de floración, cuando hace viento, producen una fascinante lluvia de pétalos blancos que te transporta a «ningures» (no sé traducir esta expresión gallega: ¿a la nada, quizás?). Te saca de donde estás y te lleva a donde no hay espacio ni tiempo.

No sé si esta experiencia personal puede tener algo que ver con la «memoria emotiva» que, según el tópico, reclamaba Stanislavski en sus actrices y actores para activar las situaciones dramáticas, utilizando analogías entre la «memoria emocional» de la actriz o el actor y las emociones analizadas en el personaje a interpretar, determinadas por las circunstancias.

Konstatin Stanislavski fue quien estrenó esta última obra de Anton Chéjov, El huerto de los cerezos, el 17 de enero de 1904 en el Teatro de Arte de Moscú.

Explica Pandolfi que Stanislavski consideraba fundamental la naturaleza y la cualidad de la inspiración espontánea, su búsqueda racional era sugerida como ayuda, como una posibilidad secundaria y útil.

En la clausura de los Festivais Gil Vicente de Teatro Contemporáneo de Guimarães, el 11 de junio de 2016, en el Centro Cultural Vilaflor, pudimos asistir a THE CHERRY ORCHAD de la compañía belga TG STAN, en una creación de Jolente De Keersmaeker, Evelien Bosmans, Evgenia Brendes, Robby Cleiren, Scarlet Tummers, Minke Kruyver, Stijn Van Opstal, Bert Haelvoet, Frank Vercruyssen y Lukas De Wolf. Diseño de iluminación de Thomas Walgrave. Figurines de An d’Huys. Escenario en colaboración con Damiaan De Schrijver.

TG STAN es una compañía legendaria por su capacidad de hacer inéditas en escena las obras que ya forman parte del repertorio de la dramaturgia universal y, sobre todo, por distribuir, de forma colaborativa, entre el elenco actoral, las funciones de dirección escénica y dramaturgia.

(Puede leerse también, a este respecto, el artículo titulado «Bye, Bye, Director escénico. Festivais Gil Vicente de Guimarães 2014», publicado en esta misma sección el 13 de junio de 2014.)

Es pertinente, por tanto, nombrar a todo el equipo actoral y, a la vez, autoral, en sentido amplio, de este THE CHERRY ORCHAD.

Un trabajo coral que nos presenta personajes como nubes que flotan sobre el escenario y que van adoptando formas caprichosas, pero fuertemente enraizadas en lo verosímil desde lo veraz de su propia presencia.

Un espectáculo de grupo, en el que las actrices y los actores SON para que los PERSONAJES de la obra de Chéjov ESTÉN.

Ese ser actoral tiene que ver con una atención plena en la acción y en la interacción entre el elenco y también con el público. Una atención plena como la de una deportista de competición que está pendiente de todo cuanto le rodea para calibrar, fluidamente, su lugar y su movimiento en ese contexto.

Todo el equipo actoral está presente sobre el escenario y en sus aledaños. Hay una consciencia del juego teatral. El escenario no se disimula ni se esconde con una escenografía y una iluminación ilusionistas ficcionalizadoras, del mismo modo que la interpretación de unos personajes no esconde a las actrices y actores.

Igual que en BETRAYAL de Harold Pinter, antes de comenzar el juego que utiliza el texto, el elenco ya está en el escenario, moviéndose libremente y mirando cómo se va llenando la grada con las espectadoras y los espectadores.

SON actrices y actores que ya ESTÁN en el escenario y que, muy pronto, sin abandonar su ser y su estar, empezarán un juego que hará estar a los personajes insinuados en el texto.

Igual que en BETRAYAL de Harold Pinter, el actor Frank Vercruyssen se dirigirá al público para invitarle a ocupar las butacas libres que están más próximas al escenario.

Todo marca esa voluntad expresa de afirmar la realidad del encuentro teatral, sin establecer rituales grandilocuentes, sin promover una mayor distancia que la que pueda constituir la propia arquitectura del Grande Auditório del CCVF.

Este desendiosamiento del comienzo también sirve para desactivar prejuicios, encorsetamientos y altas expectativas, que la recepción se pudiese hacer respecto a asistir a la escenificación de un clásico como éste.

Tenemos la impresión de que es el espacio de juego, en el escenario y no solo, porque se abre a la platea, el que al ser habitado hace emerger a los personajes.

La revelación de los sentimientos más íntimos aparece trazada en vislumbres sutiles, a través de actitudes y gestos actorales que, en la mayoría de las ocasiones, no redundan ni ilustran, no descubren ni hacen obvio, sino que contradicen, disimulan, esconden. Y es, precisamente, esos gestos y esas actitudes para disimular, esconder y tapar, las que nos ponen en vilo, las que nos hacen vislumbrar, de manera, casi sobrecogedora, el misterio insondable de los sentimientos íntimos que se instalan o fulguran en los personajes.

Pero, al mismo tiempo, se trata de un espectáculo lleno de efectos teatrales, escenográficos, lumínicos, coreográficos… Y éstos siempre son generados y movidos por el equipo de actrices y actores.

Ahí es donde parece que las acepciones de «interpretar» basculan hacia las más artesanas y físicas de «actuar», «ejecutar», «hacer»…

La musicalidad de lo que se dice y de lo que se hace, en su gestión temporal, vuelve emocionantes las escenas.

Una propuesta sobre THE CHERRY ORCHAD que rebosa frescura por doquier.

Se dice que Chéjov quería hacer un verdadero vaudeville, que trataría sobre la transición entre dos épocas, a través de la transacción de la propiedad de las capas altas de la sociedad aristocrática, venida a menos, a las capas inferiores, los agricultores y los nuevos empresarios, que ponen en marcha el sistema de mercado capitalista.

La simbología de ese huerto, o jardín de cerezos, y de la vieja mansión se relaciona con el recuerdo de una vida ociosa, de una familia que puede gozar de acomodo y solaz.

¿Ha perdido el sentido, igual que ha perdido su esplendor, la mansión y sus fincas de cerezos?

La visión dramática se ve felizmente superada por una alegría y una fiesta que, por debajo, a veces, conserva un regusto amargo y un halo trágico.

Los contrastes rítmicos en los estados de humor de Lyubov Andreyevna (Lyuba), actuada portentosamente por Jolente De Keersmaeker, son un buen ejemplo de ese fluctuar de lo triste o lo amargo a lo vital y alegre. Desde el clown, muy particularizado de la propia actriz, poblado de gesticulaciones que rayan lo grotesco miniaturizado y las emisiones inarticuladas de sonido para celebrar o amonestar, hasta la locura, mezclada con un grado de tristeza y desesperación, como cuando descubre, de repente, el paso del tiempo en los otros personajes que le rodean.

Jolente De Keersmaeker siempre conserva elementos estabilizadores, en lo gestual y en lo vocal, pese a los cambios y oposiciones radicales de los estados de humor. Colisiones que, en muchos momentos, originan un efecto cómico, sin recurrir nunca a la ilustración en las actitudes respecto a las intenciones.

De manera parecida, los objetos y elementos escenográficos: carras con enormes ventanales, persianas colgadas, lámparas de pie desmontables, sillas de diversos tipos, mesas corridas que parecen pupitres escolares… son utilizados de manera evocativa, pero nunca para fingir lugares que no sean el propio escenario.

La línea de ventanales, primero en el lateral derecho y después en el fondo, con la línea de persianas colgadas encima de ellos, evoca metonímicamente esa mansión decrépita, sin ocultar el escenario, que no está aforado.

Las lámparas de pie, blancas, evocan árboles y, a la vez, pueden sugerir un interior señorial.

En el foro, cubierto por un enorme lienzo blanco, se proyecta una pintura romántica de un paisaje durante el ocaso. Con los pupitres corridos se evocan pasarelas, sobre las que actúan como si estuviesen en un bosque.

Los focos, las varas y otros elementos de la maquinaria escénica están a la vista e incluso son manipulados por los actores durante la función, como parte del juego y como proclamación del mismo.

La ausencia de cuarta pared y la relación transparente con la recepción, sumada a esa afirmación del juego teatral directo, como en un deporte, sin trampa ni cartón, sin esconder la naturaleza del propio trabajo, genera una autenticidad pletórica, que atrae y sobrecoge.

Con TG STAN el teatro nunca oculta el verdadero paisaje humano que tenemos en el escenario y del que formamos parte. Es desde ese paisaje humano en juego desde donde se yergue el poema de una existencia que se agarra al jardín de las delicias, que puede ser el jardín de los cerezos, aunque las delicias huyan o puedan ser tan efímeras como sus flores.

Es, quizás, el presenciar la conjunción de la delicia y de la alegría, la «joie de vivre», simultáneamente a su propia fragilidad, lo que hace de este THE CHERRY ORCHAD de TG STAN un milagro teatral.

Afonso Becerra de Becerreá.


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