Cuentos para curar las heridas del alma
«Yo dormía cuando empezó todo. Me despertó el ruido. Gateando, llegué hasta la puerta de mi celda y me asomé para averiguar qué pasaba, y en ese momento vi a una de mis compañeras de reclusión haciendo lo mismo desde la suya, que estaba frente a la mía.
Cuando nuestras miradas estuvieron una frente a la otra, ella, en tono confidencial, poniendo su índice derecho sobre los labios, y mirando a lado y lado para asegurarse de que no era escuchada por algunas guardianas que andaban a trompicones por el pasillo de celdas, y que estaban a corta distancia de las nuestras, dijo:
– Están haciendo un cacheo, Chava.
Posé mis ojos sobre el reloj y me enteré de que eran sólo las dos de la mañana, una hora nada usual para realizar esta clase de procedimientos, por lo que consideré que se trataba de algo irregular, que podría tener malas consecuencias, como en otras ocasiones que ya había vivido, y que por ende debía, o debíamos prepararnos para lo peor. Compartí mi opinión con Lupe, la vecina que me había dicho que estaban en cacheo, y empecé a prepararme para la requisa.
Volví al interior de mi celda y abrí el candado con el que protegía un baúl dentro del cual guardaba cosas que me servían para recordar que yo no sólo era una reclusa, aunque los sentimientos de ternura que me despertaban estos recuerdos no los compartía con nadie, porque en la cárcel hay que mostrarse siempre duro, para que nadie te moleste, y lo primero que se me ocurrió agarrar fue una pequeña caja dentro de la cual conservaba mi anillo de bodas, para esconderlo, porque no iba a permitir que en medio del alboroto, alguna de las guardianas aprovechara para llevárselo, porque eso siempre lo hacen cuando hay cacheo. Luego, avancé hasta la salida de la celda, descalza. Afuera estaban, en actitud desesperada, unas veinte policías, acechando cada una de las celdas, y gritando, ¡nadie salga sin ser llamado!
Pero todas estábamos ya afuera de nuestras celdas, frotándonos los ojos para despejar las legañas, aparentando de esa manera que recién habíamos despertado, pero muy conscientes, esperando el inicio de la operación, que era como la espera de un golpe que sabes que te van a dar, pero no adónde, y que en ese momento se manifestaba en palabras intimidatorias de las guardianas, conminando a la quietud de todas so pena de un seguro y severo castigo.
De repente llegó de un lugar cualquiera del pasillo de celdas la orden de ponernos todas de cara a la pared, con las manos arriba y las piernas abiertas. Cuando empecé a ver cómo las guardianas les hurgaban las partes íntimas a mis compañeras comencé a sentir que me descomponía, como que perdía la razón, porque nunca he entendido cómo es que alguien a quien no has autorizado llegue a tus partes íntimas, y cuando una de ellas llegó adonde yo estaba y vio la altanería aposentada en mi rostro, demostrándole que no esperaría mansamente a que ella me hiciera el cacheo de la manera descarada como se lo había hecho a otras compañeras, y descubrió que había equilibrio de fuerzas, sonrió, cómplice. Me dijo que de esa manera no me podía hacer el cacheo. Vi en sus ojos una súplica de comprensión. Me pidió que me diera vuelta y me dijo en voz muy baja que no iba a ocurrir conmigo lo mismo que con las otras. Pues me di vuelta, y sólo se limitó a pasar sus manos suave y rápidamente por mis glúteos y luego me dejó tranquila.
Lo que ocurrió después es cosa de no contar, sino de ver, para que pueda usted comprender porque a veces, sin que podamos evitarlo, perdemos la razón y de ahí en adelante hasta la vida»
De este tenor son las historias que el narrador oral e investigador de tradición oral, mexicano, con nombre de príncipe guerrero prehispánico, primer apellido de muralista y segundo de comediante, porque se llama Cuauhtémoc Rivera Godínez, recoge entre las reclusas de una cárcel que comparte territorio con un vertedero de basura, en el municipio de Ecatepec, parte de la geografía del Estado de México, desde hace dos años, época en la que a él se le ocurrió creer que conversar con las reclusas e inducirlas a contar lo que les pasa en la cárcel y lo que les pasaba antes de llegar a ella, podría convertirse en una buena estrategia para sanar las heridas del alma.
¿Puede un cuento aliviar las heridas del alma? – pregunta, en medio de la charla Rivera Godínez, con deseo de escuchar una opinión ajena sobre su humanitaria empresa, y él mismo responde contando anécdotas sorprendentes acerca de cómo en ese medio en donde el terreno es estéril para la siembra de afectos, ha conseguido de cuando en cuando doblegar la dureza de un guardián o de una reclusa, haciéndoles hacer aquello que tanto se resistieron a aceptar como terapia, y que es contar una historia para conjurar un mal recuerdo.
Pero Cuauhtémoc Rivera Godínez insiste en conocer nuestra opinión y nos limitamos a responder:
– Esa es una respuesta que puede darte el corazón, que por cierto se encuentra muy cerca del alma.