Zona de mutación

Cuerpo a-teológico

El teólogo católico, Hans Urs von Balthazar, en su obra Teodramática dice: La pregunta del actor es ‘¿quién soy yo?’ y no la pregunta de la Esfinge, ‘¿quién es el Hombre?’

La materialización del conflicto humano, desde la demiúrgica mirada del hombre que crea, a la carne cierta aunque efímera orquestada en el tiempo. La inquisitud esfíngea mantiene la perspectiva divinal, cuya respuesta irá a parar a las escrituras sagradas, donde se dirimen los devaneos extemporáneos de los dioses.

Es así cómo el hombre en situación de drama, el hombre en acción, expropia el rayo a los dioses. Siente en su pecho que el corazón late al ritmo del corazón terráqueo. Nace a la sensación en un grito irrefrenable. Nace a un cuerpo, a una materia, a una realidad.

Para que ese devaneo existencial se ancle a lo concreto debe atravesar la tesitura abstracta que la cosmogonía ancestral ha instalado en los espíritus.

Los procesos de secularización han ido objetivando las visiones de mundo hasta desleír las fábulas en desafíos activos que ocurren aquí-ahora. La vida es un hueso pelado, sin halos magnificentes que ponen a batir el metrónomo implacable del tiempo, donde se cincelan y prefiguran las máscaras, prosopon, variadas, de una angustia que aparece revelando el verdadero rostro humano.

Hay una dramática originada en el des-teatro que implica la caída de los viejos sueños cosmogónicos. El hombre se realiza. El hombre cae a su pellejo, a su deposición austera de las viejas jerarquías del orden representativo divinoide. Aparte, la caída al cuerpo establece una asimilación a la materia, una encarnación donde las repeticiones de la acción concretizan la huella que la voluntad humana deja sobre la corteza de la realidad.

Ese despoblamiento de la ancestral fantasmidad simbólica con que la subjetividad humana constituía el sentido acentúa el pistoneo de los mecanismos fisiológicos, de la propiocepción que tenemos del propio cuerpo.

El mecanismo del actor, deja de ser un mero paliativo a la sobrecarga existencial, para convertirse en una estructura experiencial posible, un escenario habilitado a procesos complejos, que permite que la «cognición sea una acción corporizada, una enacción» (García Selgas).

La experiencia, literalmente, se metaboliza, se pasa por el cuerpo. Y la acción como efecto del cuerpo que piensa. Ya sin dualidad mente-cuerpo, éste es sinónimo de sí mismo.

Lo importante de marcar en este traspaso de una subjetividad trascendente a una secularización que empodera la carne concreta del cuerpo, es que se mantiene en vilo el estímulo a la acción, a una acción encarnada.


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