Cultura, política y economía
En nuestra columna pasada hicimos un escrito cuya esencia es negar el factor económico como el elemento fundamental sobre el cual descansa la crisis del arte y la cultura; pero luego de una rápida reflexión sobre algunos aspectos que no tuvimos en cuenta al momento de abordar el tema, por temor a desviarnos del objetivo, descubrimos las deficiencias de nuestro análisis, porque no tuvimos en cuenta la opinión de quienes sostienen que el origen de esta crisis sí es de orden estrictamente económico, y por eso hemos decidido abordar de nuevo el tema, poniéndonos por un momento del lado de éstos.
No tuvimos en cuenta en nuestro análisis anterior el gran poder de contagio de la corriente economicista actual, a la que está expuesta toda actividad, pues ahora todo está relacionado con economía, y las disciplinas, cuya apariencia de espiritualidad se suponían protegidas contra cualquier contagio material, están cada vez más expuestas a esta contaminación, porque según los postulados de la globalización, lo que no se vende, no existe y por ende no está en capacidad de producir satisfacción.
El asunto no es nuevo, claro está, porque siempre ha existido una íntima relación entre espiritualidad y dividendo, y para demostrar lo cual podemos apelar al caso ejemplar de las religiones, pero ciertas prácticas contemporáneas que han conseguido crear una indisoluble relación entre éxito y dinero, han disparado actitudes como la audacia y la competencia hasta convertirlas en lo esencial para desarrollar cualquier proceso, y muchas cosas han cambiado, forzadas por estos dos componentes, y por lo cual anticipamos nuestra comprensión con quienes consideran el factor económico como un elemento fundamental en la crisis del arte y la cultura, dos actividades entregadas cada día con más fuerza a la audacia y a la competencia y por ende a la lucha por lo económico, dejando de lado su esencia social.
El emprendimiento cultural, por ejemplo, antes de asumir, por la fuerza de las circunstancias el nombre de gestión cultural, era tradicionalmente una acción llevada a cabo por personas que «tenían tiempo», para dedicarlo a realizar actividades, en pro de otros, y por lo cual eran reconocidas en su medio social como personajes cívicos, que es como solía llamarse a quienes tomaban la decisión de crear concierto con otras personas para llevar a cabo las tareas cuya obligación son del estado, y que por razones que aún subsisten no realiza.
Cuando dicho emprendimiento cultural mudó de nombre, se vieron obligados quienes lo ejercían a cambiar de aspecto, y por eso debieron amoldarse a nuevos discursos cuyo objetivo era modificar su percepción de la realidad, y ajustarse a las nuevas exigencias de la actividad cultural, cuyo fundamento comenzaba a ser la mercantilización del producto artístico. Pero, además, los nuevos modelos relacionados con la misma, incluyendo creación de oficinas estatales para el manejo del sector, y presupuesto, convirtieron a la actividad cultural en un elemento más del ejercicio político, con lo cual, tanto el proceso de creación como de gestión cultural modificaron por completo sus condiciones, pues en ellos se interpusieron la audacia, la competencia y el tráfico de influencias, y por eso los ejecutores de la actividad cultural no son ya aquellos personajes cívicos cuyo oficio era impulsado por una vocación de servicio social, sino quienes son designados por los directivos de las oficinas de cultura del estado, y cuya tarea es realizar acciones de apariencia cultural, con impacto político.
Es cierto que en todo anda metido el dinero, y por eso las crisis tienen un relevante aspecto económico; pero la hegemonía del dinero tiene un origen, y es en éste en donde debe buscarse la causa de la crisis. ¿Cuál es? El materialismo; pero no el dialéctico.