Críticas de espectáculos

Dämonen/Lars Norén/Schaubühne am Lehniner Platz, Berlín

Una descripción pormenorizada del infierno cotidiano

 

Título: Dämonen (Demonios) – Autor: Lars Norén – Intérpretes: Brigitte Hobmeier (Katarina); Lars Eidinger (Frank); Eva Meckbach (Jenna); Tilman Strauss (Thomas) – Escenografía y vestuario: Nina Wetzel – Iluminación: Erich Schneider – Música: Nils Ostendorf – Video: Sebastien Dupouey – Dramaturgia: Bernd Stegemann – Dirección: Thomas Ostermeier – Producción: Schaubühne am Lehniner Platz, Berlín.

 

Frank y Katarina, una aún joven y acomodada pareja postmoderna, esperan al hermano de él y a su mujer que van a pasar la noche en casa. La madre de Frank ha fallecido – de hecho, ahí están sus cenizas en una urna, colgando del perchero – y mañana se celebra el funeral. Pero dan un partido interesante en la tele y el hermano no viene, se va a quedar a verlo. ¡Qué lata! ¿Qué hacer para amenizar la velada? ¿Y por qué no invitar a Jenna y Thomas, los vecinos de abajo, tan modositos y tan discretos ellos, que están que muerden por subir a tomar una copa? Dicho y hecho, así comienza Dämonen (Demonios), la obra del dramaturgo sueco Lars Norén que, bajo la dirección de Thomas Ostermeier, ha traído la Schaubühne am Lehniner Platz de Berlín como tercera entrega de esta Mirada al Mundo que está llevando a cabo el CDN en la sala principal del teatro Valle-Inclán en Lavapiés.

Naturalmente, no aparece ningún diablo con cuernos ni con rabo sobre la escena. “L´enfer c´est les autres” dice Sartre, y los personajes de Norén le dan la réplica mostrando que, en el fondo, esa “otredad” está en nosotros mismos. Así, ya antes de que Jenna y Thomas suban al piso, Frank y Katarina se toman la molestia de hacernos ver en la práctica cómo, tras convivir durante nueve años, han logrado crear su propio infierno. Lo que les une es esa prolija telaraña de sarcasmos, insultos, descalificaciones y amagos de violencia física que van tejiendo sin desmayo como vínculo de su relación. Sin el otro, sin una pared sobre la que reboten su trivialidad y su vacío, no serían nada y caerían en una profunda depresión. Juntos, arden como una brasa y se consumen día tras día, desesperadamente. A ese aquelarre cotidiano es al que invitan a sus vecinos, Jenna, la mujer-ubre, molida por sus obligaciones maternales, y Thomas, un oficinista un poco retraído que juega al tenis. El resultado de esta reunión social está cantado. Pronto se revelan los de abajo tan mal avenidos, o peor, que los de arriba. De clase más modesta, sus discrepancias se resuelven a gritos, sin ese amortiguador que constituyen la educación y las buenas maneras. Pero no por ello se odian menos ni está su relación menos deteriorada, sólo estaban esperando a encontrar un campo abonado para estallar. Todo termina, claro, manga por hombro: Jenna comienza a rezumar leche materna por los senos, las cenizas de la madre de Frank acaban esparcidas por el suelo (habrá que recogerlas con la aspiradora), Katarina anda en bragas por las pistas y Thomas se la intenta follar en el salón (con un éxito más bien escaso) mientras Frank, al que su pareja ha llamado impotente (y que seguramente lo es) les observa, ensimismado, desde la cocina.

Lars Norén, que está hoy considerado en Suecia como el dramaturgo vivo más importante del país, escribió Dämonen en 1982 bajo la inevitable influencia de autores como Ibsen o Strindberg y, muy probablemente, de películas como ¿Quién teme a Virginia Wolf? de Mike Nichols sobre la obra de Edward Albee (1966) o Secretos de un matrimonio de Ingmar Bergman (1973). Siempre instalado en la polémica, su teatro fue uno de los primeros en hablar allí de drogas, sexo, criminalidad y exclusión social de las clases más desfavorecidas. Algunas de las obras en las que estudia las relaciones familiares y domésticas alcanzan un frenesí inusitado, como es el caso de ésta que, en su versión original, acaba con Frank “crucificado” contra la pared a manos de Katarina. Pero, como nos indicó el propio Ostermeier en el coloquio que siguió a la representación (excelente iniciativa ésta del CDN de traer a los responsables de las obras a hablar de su trabajo) él procuró ponerla al día eliminando, una vez que hubo hablado con Lars Norén, la expiación final de Frank para mostrarnos fríamente, sin excesivas estridencias, cuál es hoy el estado de las relaciones de pareja en una sociedad avanzada del hemisferio occidental. Ni que decir tiene que, aun sin subir al Gólgota, todo el espectáculo se desarrolla como un combate de boxeo a cuatro bandas y en un ambiente de muy alta tensión, pero los golpes están cuidadosamente medidos y todos pierden, nadie resulta vencedor. Como si fueran esos insectos que se nos proyectan en un vídeo, Ostermeier coloca a sus criaturas sobre la placa del microscopio y las suelta para comer o ser comidas, que en eso consiste la libertad individual en nuestros días. A este canibalismo es al que asistimos impertérritos, sin que nos escandalice en ningún momento, acostumbrados como estamos en este país a que estas situaciones terminen en la “morgue”. No hay ni juicio moral ni conclusión edificante, nos limitamos a ver y tomar nota.

Para ilustrar este casi sainete de costumbres contemporáneo, Thomas Ostermeier despliega todo su reconocido potencial de director de escena. Consciente de que lo que tiene que mostrar al público es un registro prácticamente fotográfico de la vida moderna (“une tranche de vie”, que diría Antoine) se decanta desde el primer momento por ese naturalismo extremo, ese hiperrealismo, que es tan característico de la realización televisiva y, en particular, de los “reality shows”. De modo que la mirada de cada espectador se convierte en la de una cámara que, desde su butaca, escanea la escena transformada en plató. Ello quiere decir que el personaje no se deja guiar tan sólo por su texto, por su guión, sino que le antepone sus gestos usuales: abrir la puerta de la calle, quitarse el chaquetón, dejar las bolsas en el suelo, sentarse en el sillón, encender un cigarrillo… Infinidad de pequeños tiempos muertos que tratan de reproducir la realidad, de adecuar el tiempo del drama, generalmente condensado, al tiempo horario de nuestra cotidianeidad. Es más, si el actor atraviesa una puerta y pasa al otro lado del decorado, el escenario gira en bloque como si la cámara le siguiese y así, casi sin darnos cuenta, pasamos del salón a la cocina, del baño al dormitorio. La maestría de Ostermeier se hace patente en la necesidad de que, para que todo este remedo de la realidad funcione, tiene que ser casi imperceptible, como lo es de hecho en su puesta en escena en donde esta ruptura del tiempo dramático habitual constituye un recurso irónico de primer orden que sustituye el efectismo de la primera versión por una permanente puesta en cuestión de lo que está sucediendo ante nosotros.

Para este “tour de force” actoral se necesitan cuatro intérpretes que se salgan de lo corriente y sean capaces de simultanear la elocución de sus papeles con las necesidades, a veces muy exigentes, del juego escénico. Brigitte Hobmeier, Lars Eidinger, Eva Meckbach y Tilman Strauss tienen esa frialdad propia de los actores nórdicos que, debidamente puesta en juego, es capaz de alcanzar la masa crítica y llegar a fundir la torre Eiffel. Extraordinarios, como lo es en conjunto una función en la que puede que los demonios no nos hayan puesto los pelos de punta pero que viene a demostrar cómo, con inteligencia y buen hacer, se puede llegar a vislumbrar ese infierno de andar por casa por el que nos movemos todos los días.

David Ladra

 

 


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