Desde la faltriquera

David Marton, más sobre Maeterlinck

David Marton, un director búlgaro afincado en Alemania, que se mueve en la órbita de la Volksbühne con un estilo mordaz, expresionista y provocador, estrena Pelleas y Mélisende de Maeterlinck. De una parte no resulta extraño, pues hace incursiones en el teatro musical (hace unos años le vi una original y atractiva Lulú apoyado en el texto de Wedekind con interpolaciones de la ópera de alban Berg); de otra me parecía morboso pensar cómo un hombre de sus características afrontaría el delicado texto del dramaturgo belga, que tiene su correlato operístico.

El escenario abierto permitía una primera aproximación a cuanto se desarrollaría en el espectáculo: múltiples signos, expresivos y estilizados a un tiempo, de convenciones del decadentismo decimonónico (predominio del pulhcrum, un blanco llamativo en la réplica de una casa de dos pisos decorada en su interior a la moda finisecular, una columna de la misma tonalidad, imitación de mármol, rota en su capitel junto a otra caída, un piano blanco). A estos elementos escenográficos y en la misma estética, se añaden el modelo de mujer, palidez y cuello largo, con el que caracteriza a las actrices y vestuario de época en los hombres, y telones de imitación decimonónica que caen sobre la escena en diferentes momentos de la representación. En resumen, crea una estructura paródica para escenificar este texto hoy, alejándose tanto del simbolismo de origen como de cualquier tentación realista.

La dramaturgia de Pelleas y Mélisende, firmada por Anna Heesen, se propone deconstruir el original de Maeterlinck, respetándolo y alterando algunas escenas de orden, trasladando a signos escenas, introduciendo una locutora de radio que narra algunas partes, intercalando algunos fragmentos de la ópera de Debussy y yuxtaponiendo melodías extraídas de este compositor y de otros no reconocidos por mí. Toda la música está ejecutada por un piano, que toca Golaud, el marido de Mélisende (Jan Czajkowski, gran pianista y actor), y un violín que acciona Mélisende, que se desdobla en la concertista (Nurit Stark) y la actriz (Lilith Stangenberg). Tanto la deconstrucción como el énfasis irónico marcado sobre la escena, como en las acciones que ocurren en el interior de la casa, que ocupa parte del escenario, le permiten romper esa relación misteriosa, buscada por el dramaturgo, entre estados emocionales de los personajes y atmósferas escénicas para la transmisión de sensaciones. De este modo, despojada la pieza de toda magia, la fábula se reduce a una endeble historia de amor, parodiada por Marton, consiguiendo momentos muy divertidos mediante la caricatura de las relaciones entre los personajes, la exageración en las escenas corales (como las relacionadas con la muerte de Arkël, el rey de Allemonde, que advierte al público que todavía no ha llegado su momento) o bien las escenas efectistas y melodramáticas que trivializa. Es el caso, por ejemplo, del anillo de Mélisande que cae en el pozo, transformado en esta escenificación en un inodoro que conecta con un pozo negro.

Junto al humor, que no atraviesa la línea de lo chabacano, hay tres elementos más que merecen destacarse: la música, el juego y la concentración y traslación de signos de la obra a la propuesta escénica. La música, interpretada con excelencia, rompe el desarrollo fabular y se separa de la historia para disfrute del público. Funciona como un elemento desintegrador y aislado de la narración teatral, con un leve punto de unión en la ejecución de los intérpretes, que son los personajes del drama (aquí parodia) de Maeterlinck.

La teatralidad en el sentido brechtiano de juego. Ninguna conexión con la realidad, más bien sátira de la misma y del morir por amor, puesto en solfa, conforme fábula y escenificación avanzan, en permanente contraste. En este juego cobran mucha importancia dos elementos, la presentación de los elementos escénicos y los ejercicios físicos, con un trabajo que recuerdan algunos ejercicios propuestos por Meyerhold, cuando los intérpretes deben subir por una entarimado, que colocará en mitad del escenario, para ejecutar algunas de las acciones o bien cuando entran o salen acrobáticamente por las ventanas de la casa o bien evolucionan por la pared de este artefacto escénico, cuando se muestra al espectador el envés de la «bella construcción de dos pisos». Acrobacia, juego, distanciamiento y ruptura de la historia, tomada como pretexto o como burla de una forma periclitada de entender el amor. Por otra parte, la luz de la sala permanece encendida durante una buena parte de la representación con el subrayado de estar en el teatro.

Los signos. Ya se han señalado algunos, pero en este final quería referirme a la trasposición a signo escénico de escenas que, leídas, resultan triviales. Es, por ejemplo, el caso de lo que el pequeño Yniold escucha y acude a contárselo a su padre Golaud; en la escenificación de Marton, el hijo observa por una mirilla que comunica un cuarto con otro lo que Mélisende piensa y ejecuta con signos cinéticos en la habitación de al lado y que expresa el amor por Pelleas. Como éste hay tras translaciones, que agilizan la narración escénica y no caen en ese tono melodramático y decadente de la pieza de Maeterlinck. En resumen, un acercamiento al dramaturgo belga a través de una lectura iconoclasta, que sin dejar de contar la historia, marca el punto de vista del director.

José Gabriel López Antuñano

Pelleas y Mélisende de Maeterlinck. Director: David Marton; Dramaturgia: Anna Heesen; Escenografía: Christian Friedländer; Vestuario: Tabea Braun; Iluminación: Henning Streck. Intérpretes: Hrndrik Arnst, Marie Goyette, Thorbjörn Björnsson; Jan Czajkowski, Lilith Stangenberg, Yannic Liam Gläser, Nurit Stark. Músicos: Jan Czajkowski, Nurit Stark y Marie Goyette. Volksbühne am Rose-Luxemburg-Paltz. Estreno 14 de enero de 2015.


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