La voz antigua

De aquellos y estos genocidios

Ayer, mientras leía los titulares online de un periódico de tirada nacional, me di de bruces con dos noticias, una relativa al deterioro de los valores democráticos en la Unidad Europea, y la otra relativa al reconocimiento por el presidente de Irán de la existencia del holocausto judío. Y me quedé pensando.

Parece ser que la Unión Europea, y tras lo que parece ser el «primer análisis serio realizado sobre la calidad del sistema democrático», ha llegado a la conclusión de que «la democracia en Europa ya no puede darse por sentada», y de que «ya no estamos hablando solo de la crisis del euro y su gestión» sino de «un proceso que afecta a los fundamentos del modelo social europeo». Me pregunto si era necesario tener esas conclusiones por escrito para darse cuenta de lo que estaba pasando, o si de alguna manera, los mecanismos de apercibimiento de la realidad entre los ciudadanos de a pie y los políticos, tienen una cierta deriva temporal.

Una vez que esa crisis de valores democráticos ha sido puesta por escrito, podríamos pensar que ha llegado la hora de que los mandatarios que nos gobiernan se den por notificados, pero me pregunto si harán acuse de recibo, reconociendo que algo huele a podrido por estos lares, o si seguirán solucionando los problemas escondiendo sus desperdicios, sociales y políticos, bajo la alfombra comunitaria.

No creo, de todas maneras, que esta pérdida de valores democráticos, sea solo aplicable a los países de la Unión Europea, sino más bien al sistema democrático en general, de una manera más globalizada.

Al sistema democrático de este mundo global en el que vivimos.

Un mundo global en el que el presidente de Irán, por primera vez en la existencia de la República Islámica, reconoce la existencia del holocausto judío, y me pregunto, al margen de las respuestas políticas que dicho gesto pueda traer, si el reconocimiento de que un hecho ha tenido lugar, cambia algo en la ocurrencia del mismo, brindando algo más que reconocimiento a las víctimas, y de cómo es posible demostrar que algo ha ocurrido, si no queda nadie para contarlo.

Desgraciadamente, hemos sido y somos, testigos de múltiples genocidios, pasados, presentes y futuros, de aquellos y de estos genocidios, de genocidios propios y ajenos.

De genocidios que comienzan primero arrasando con la cultura, y luego, con los pueblos, a veces dejando que los pueblos desaparezcan ante la pérdida de su sustrato cultural, o en ocasiones eliminándolos sumariamente, para que no quede ni rastro, para que nada se sepa, posteriormente, de su existencia.

¿Quién se acordará dentro de mil años, de aquello que no dejó traza ni huella, aunque solo fuera en el barro?

Trazas que desaparecen y genocidios invisibles, genocidios, como el armenio, perpetrado entre 1915 y 1923 por los turcos, y considerado como el primer genocidio sistemático de la era moderna, otros genocidios, que sí fueron visibles, pero que dejamos que ocurriesen delante de nuestras narices de países civilizados, como el de Ruanda en 1994, o como el de Bosnia en 1995, y otros genocidios, que probablemente estén pasando ahora, como es el caso de Siria, que tras dos años de agónica guerra civil se sigue desangrando, y genocidios que no han sido reconocidos como tales, pero que pudieron haber pasado, como es el caso tan cercano y no tan resuelto de la guerra civil española.

Un genocidio, si nos remitimos a las fuentes, es un neologismo compuesto por el prefijo griego genos (raza, tribu) y el sufijo latino cidio (aniquilamiento).

Lemkin, un abogado polaco de descendencia judía, definió en 1944, el crimen de genocidio como «la aniquilación planificada y sistemática de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, o su destrucción hasta que deja de existir como grupo». Lemkin explicaba que un genocidio no tenía porqué implicar, no necesariamente, la destrucción inmediata y total de un grupo, sino más bien estar constituido por una serie de acciones planificadas, con el propósito de destruir los elementos básicos de la existencia de dicho grupo, con la intención final de su aniquilación. Los objetivos de un plan de ese tipo consistirían en la desintegración de las instituciones sociales y políticas, de la cultura, del idioma, de la identidad nacional, de la religión, de la economía, de la destrucción de la seguridad personal, de la libertad, de la salud, de la dignidad e incluso, en los casos más extremos, de las vidas de los individuos pertenecientes a dichos grupos. ¿Acaso esto os suena de algo?

Hay genocidios físicos (exterminio de los miembros de un grupo), biológicos (extinción del grupo impidiendo su reproducción) y culturales (desaparición forzada de sus características culturales).

Dentro de la cultura y sus manifestaciones, el teatro es a veces, y en ocasiones, la única forma de hacer visible las trazas de ciertos genocidios, a veces desde la cercanía, y a veces desde la distancia, desde una distancia que permita hablar de ciertas cosas, de esas cosas que en las distancias cortas son imposibles de tratar. Un teatro que trata de recuperar, si no ya a los individuos, desaparecidos para siempre, si retazos de su cultura o de su identidad, para devolverlos a la vida, aunque sea por un instante, en el hecho escénico.

Pero ese teatro que habla, que lucha y que investiga, también tiene que sobrevivir a los envites políticos, sociales, culturales y económicos, que lo desestabilizan, y que hacen precario su equilibrio y su existencia.

Esperemos que finalmente la cultura, y con ella el teatro, sobreviva a estos tiempos convulsos en los que vivimos y que el teatro (superviviente) no se tenga que hacer cargo de futuros genocidios, para poder reivindicar su memoria.

Y me pregunto si el teatro estará de luto en Siria, o si será un lugar de refugio, o si simplemente, habrá dejado de existir.


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