Y no es coña

De ayer para mañana

Llevo décadas intentando señalar que los balances, las listas, la condensación de cientos o miles de obras ofrecidas a lo largo de un año, en un artículo ritual o rutinario es un acto de egocentrismo, una dejación de funciones, un tic que podría considerarse totalitario al usurpar en una depuración de gustos personales, de impresiones memorísticas el esfuerzo, la auténtica relación del puro hecho teatral que no es otra cosa que su fecundación en sala, calle o plaza del arte con sus espectadores.
Como perdedor nato, reconozco que nadie me hace ni puñetero caso. Yo puedo negarme a ello, aquí y allá donde me dejan escribir, pero al final alguien con buena voluntad y talento, lo hace, en los medios de comunicación generalistas, tan despreciativos con las artes escénicas, les pirra estos listados que con la mejor voluntad resume las frustraciones o los destellos de momentos puntuales de un territorio en concreto. A veces para no convertirme en ese viejo obsoleto excluido de todo valor de cambio participo en algunos premios que, al fin y al cabo, son lo mismo, pero con otra formula y con la participación de varias voces, muchas veces contradictorias. Así que me coloco en el centro del asunto, no en las orillas, intento ver qué sucede para que después suceda lo que puede suceder o ha sucedido.
Las programaciones, lo que se ofrece de manera cotidiana o extraordinaria para ser visto por la ciudadanía, responde para su configuración a unos criterios políticos de diferente graduación. Nuestro sistema actual se basa en algo que hace tiempo pusimos en solfa, la rueda de producción, que significa que se obliga (es un decir) a las compañías a producir cada año una obra o un montaje como mínimo para mantener su poder adquisitivo. Es el sistema de ayudas a la producción implementado en la mayoría de las diecisiete comunidades autónomas y que sirve para mantener abiertos proyectos de producción estresados, porque una obra necesita de muchos esfuerzos de toda índole para llevarse a buen término, y sin apenas estructuras fijas, este estrés redunda en un deterioro de la calidad de todos los montajes.
Esto en lo referente a lo que sucede con las compañías y grupos que mantiene una actividad a lo largo del tiempo. Con las salas de exhibición independientes o alternativas, la situación va desde la producción propia amparada en las mismas reglamentaciones, las ayudas a la propia sala que tiene diferentes vías de recibir apoyo y la programación de obras externas, lo que en ocasiones se convierte en una gestión de paredes, a porcentaje o con alquileres para subsistir.
Las unidades de producción estales, autonómicas o municipales llevan políticas muy diferentes pero basadas en su inmensa mayoría en la titularidad circunstancial del edificio. El director o directora de cada uno hace una programación de acuerdo con sus propios intereses, criterios, gustos o deseos. Sin apenas control, con auténticos signos de endogamia, sin pensar en otra cosa que en su lucimiento y sus relaciones personales y empresariales de futuro.
Otro tanto podríamos escribir sobre los grandes festivales, los que tienen apoyo estatal o son directamente auspiciados por el mismo, los autonómicos, los que concurren diversas fuentes de patrocinio y tiene un Patronato u otra figura de gestión, como los cientos de pequeños y medianos festivales que jalonan las tierras del reino de España. Se nutren de estrenos, coproducciones y de ese mercado con tanto denominación de origen que es en sí mismo un motivo de debate ético.
Por lo tanto, y como deseo para este nuevo año dos mil veinticinco con tan buena rima, mi deseo es que en algún lugar se empiece a tomar en serio el uso de los cientos de teatros públicos de titularidad municipal la mayoría de ellos para que sean centros que acojan gestiones activas, no pasivas. Para que dejen de ser contenedores y se conviertan en generadores de contenidos propios. Las fórmulas son diversas y probadas en muchos lugares de la Europa que nos rodea. No es necesario que sea para mañana, pero empezar a hacer estudios comparados con la participación de asociaciones y partidos políticos para llegar a un consenso que facilite ese desarrollo que nos ahorrará millones de euros en desplazamientos y dietas y propiciará la creación de focos de creación, difusión y producción de artes escénicas y sus correspondientes públicos concernidos.
Mientras tanto, y sabiendo que es una propuesta revolucionaria ya que rompería el status quo de decenas o cientos de grupos y compañías periféricas que tienen su sustento garantizado en esta locura productivista, es decir, ensayar y estrenar, para hacer un número pequeño de actuaciones de la obra anual a cargo de las ayudas locales, para generar estabilidad y proyección de otra manera bien distinta. Ambos deseos, el anterior y este, se complementan y deberían forma parte de la misma mirada hacia el futuro.
Las unidades de producción públicas existentes deben depurar objetivos, deben ubicarse en el territorio donde están, las grandes ciudades, y empezar a pensar en los públicos, pero de verdad, y no me refiero solamente a producir espectáculos de un repertorio añorado, sino que se procuren propuestas de amplio reparto, con obras reconocibles, junto a nuevas voces y se hagan con producciones generosas y se programen el tiempo suficiente para que una amplia ciudadanía tenga posibilidades de acomodar sus agendas.
Sobre los festivales, diría casi lo mismo, pero todo se basa en el mismo principio de mirar dentro de la nebulosas de un capitalismo rampante, de poner números en los resúmenes, no ideas ni conceptos, en acumular por métodos mercantilistas en un tiempo reducido ese tormento de porcentajes de ocupación elevados.
Eso le pido al año nuevo.
Y que no decaiga.


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