De todos los temas, un tema
Todo aquel que al referirse desde una posición de dominio, ya sea en un espacio crítico, una sección informativa en un medio generalista, una tertulia o un artículo emplee la palabra genio para referirse a cualquier ser humano que esté en activo ejerciendo alguna labor en el terreno creativo, funcionarial, de gestión o de pensamiento en las Artes Escénicas debe ser considerado como un sospechoso de insuficiencia analítica, asalariado secreto de una agencia de publicidad o simplemente que sufre una patología muy extendida, la de usar la hipérbole para ir acumulando títulos y reconocimientos subsidiarios.
Cada semana buscar un tema o un hilo que me ayude a comenzar el viaje ajustando asuntos del pasado, contemplar el día a día y vislumbrar algo de pasado mañana, es un buen ejercicio para el aislamiento social. Si uno utilizara la maldita sinceridad, acabaría estando todavía más estigmatizado por los caudillos y caudillitos de los asuntos teatrales que imperan por todas las esquinas. Pero si se aferra a la calamitosa tenencia al positivismo acrítico, se coinvierte uno en una parodia de sí mismo, en un títere de sus impulsos, lo que puede desembocar en una suerte de esquizofrenia de baja intensidad que puede convertirse en un aborregamiento o en una displicencia que se asemeje al gamberrismo.
Me encantaría cantar, gritar, descubrir los montajes que en la última semana me han vuelto loco de emociones, de alto grado de acierto dramatúrgico, de coherencia entre fondo y forma. Seguramente así entraría en todos los dossiers, me invitarían a comer un plato de lentejas junto a los poderosos, sería considerado como alguien respetable. Pero debo reconocer que formo parte de ese tipo de cuerpo que en una sala de teatro crea cortocircuitos, que, por abuso de las dosis, insisto, veo demasiado teatro, necesito estímulos escénicos muy grandes para sacarme la coraza. Ya no soy nada más que un ex excrítico que va al teatro a conocer, a aprender, pero me encuentro que me repiten la lección una y otra vez. Además, con equivocaciones groseras. Por lo tanto, debo acceder a otra planta de mi débil edificio mental para entrar en rebajas o en oportunidades, donde la exigencia es menor. Incluso ahí, encuentro materiales que no acaban de convencerme. Me siento un exiliado interior del mundo teatral emergente o submarino y, sobre todo, del aplaudido por la cohorte actual.
Repaso lo escrito y me pregunto, ¿a quién le puede interesar este artículo paranoico, prenavideño, ególatra, sin metáfora, sin aliento y con un recubrimiento de hiel que apesta? A las ratas. A las gaviotas. A los indigentes teatrales. Porque está escrito contra los servicios sociales culturales que son la plaga mayor. Dan, regalan, usan la Cultura como si fuera una caridad. Una beneficencia subrogada. Tienen un cargo, un carguito, por oposición, escala o amistad oportuna y se ponen a pontificar, emplean lenguaje caritativo, apoyan a grupos, contratan a estrellas, se muestran especialistas en otorgar favores, en descubrimientos de artistas con quinquenios, sumisos con el oligopolio en todas sus acepciones, considerando a la ciudadanía a la que deben servir como emigrantes necesitados, como subsaharianos a los que llevar una vacuna y un crucifijo.
Por lo tanto, esto no tiene solución. Podremos aplaudir la gestión de una persona, considerar que tal teatro lleva una buena política, que ha mejorado el nivel de diseño de las entradas, que ha variado el sistema de información, pero en general, estamos en la precariedad intelectual de siempre, se toman estos asuntos con un paternalismo aberrante, se considera a los artistas como unos pedigüeños, se les acusa de vivir de subvenciones y quienes acusan son funcionarios que viven del presupuesto.
Por eso, lo digo una vez más, seguiré yendo al teatro todos los días, seguiré evadiéndome en las salas de teatro frente a montajes que me parecen insuficientes para estar en exposición pública, me arrastraré por las alfombras de los teatros públicos para llegar al servicio antes de hacérmelo encima y buscaré una pequeña luz, un destello, un momento que pueda considerar que dejé de ser un estorbo, un cuerpo extraño en la sala para convertirme en un espectador activo, dejado a las manos de mis neuronas espejo como me sucedió la otra tarde viendo “Chicas y chicos”, algo recomendable por su sencilla rotundidad. Un buen texto, una dirección buena por discreta y una actriz que está para comérsela. La vi en el Pavón Kamikaze. Busquen.