Mirada de Zebra

Del fuego que ilumina al fuego que calcina

Se dice que los niños aprenden por imitación. Aquello que ven, aquello que hacen. Cuando un artista da sus primeros pasos el aprendizaje no es muy diferente. El artista neófito, en un mundo emergente que le resulta tan atractivo como desconocido, necesita un referente, un modelo, una figura que le sirva como patrón a imitar. Por esto en los inicios, de forma más o menos consciente, cada uno elige sus propios padres artísticos. Y es que como diría Ramón de Garcíasol, en una frase que ya visitó esta página, “todo creador es hijo de padres conocidos”. De la misma forma que un niño no inventa conductas, sino que las recicla incorporándolas de una particular manera, un creador tampoco inventa desde la nada, sino que tamiza por su personal mirada aquello que ha visto. En teatro esa primera influencia necesaria puede ser un maestro con quien se trabaja diariamente, alguien que te habla en un libro, la obra especialmente estimulante de un creador o, incluso, alguien sin relación con el arte que te sigue y aconseja desde la distancia.

La existencia de predecesores estimulantes en el arte es tan antigua como habitual. En el dominó de la historia del arte, siempre hay una ficha previa que hace caer la ficha presente que, a su vez, golpeará a la siguiente. Así las cosas, resulta relativamente sencillo trazar un árbol genealógico de los grandes reformadores del teatro del novecientos. Meyerhold y Michael Chéjov evolucionan, cada cual desde su propia perspectiva, lo trabajado por Stanislavski. En Estados Unidos, Strasberg, Meisner y Adler, captarán también el legado de Stanislavski, pero orientándolo hacia un particular concepto de realismo. En Francia, Copeau será la figura que apadrinará los teatros renovadores de Decroux o Lecoq. Los ejemplos no se agotan. Eisenstein continuará lo de Meyerhold. Brecht lo de Piscator. El Living Theatre lo de Artaud. Barba lo de Grotowski. Anne Bogart lo de Suzuki… Todo aquel que empieza tiene pues un padre o una madre artística en quien apoyarse cuando se atreve a andar por sí mismo.

En la primera etapa de todo creador, por tanto, conviven generalmente dos circunstancias. Por un lado, la necesidad de imitar al mentor. Una imitación que, como la del niño, se da por inercia, por una suerte de automatismo generacional, como una especie de reverencia artística hacia quien te enseñó y que evidencia tu gratitud hacia él. Incluso cuando se busca romper radicalmente con las líneas trazadas por el maestro, en un principio resulta inevitable hacer seguidismo de sus propuestas. Escuchemos si no a Meyerhold: “Como director comencé imitando servicialmente a Stanislavski, aunque en teoría ya no aceptaba muchos de sus métodos de dirección” . Por otro lado, está la pasión irracional que se prende en toda aventura incipiente, esa mezcla entre ignorancia y valentía que difumina la línea de los horizontes, que contrapesa el riesgo con la inexperiencia, la ilusión con el cansancio, la frescura con la falta de oficio. Es la pasión que silencia la cordura que cabalmente te aconsejaría hacer otra cosa.

Es obvio que ambas circunstancias se retroalimentan. El maestro insufla pasión y, al mismo tiempo, hay pasión por llegar allí donde llegó el maestro. Decroux, refiriéndose a su mentor, expresó así este encantamiento: “Copeau nos había iluminado tanto que quienes le dejaban se llevaban el fuego consigo” . El artista principiante alumbra con ese fuego prestado sus primeros intentos creativos.

Sin embargo, esa llama de la que habla Decroux no permanece para siempre. Llegado un momento uno debe caminar a solas, dejar de lado lo que decía otro para hablar por sí mismo y convertir toda influencia en un flujo creativo sólo propio. De lo contrario, la sola imitación convertirá la pasión en tedio o anulará paulatinamente la personalidad del artista. Con el tiempo el fuego prestado o se apaga o te acaba calcinando.

Hay una frase de la órbita del psicoanálisis que puede ser útil en esta disyuntiva: matar al padre (o a la madre). Metafóricamente, claro, pero llegado un momento hay que matar al maestro. Acallar por un momento su voz y en ese silencio que susurra vértigo, preguntarse: ¿Y yo…? ¿Qué haría yo en estas circunstancias? Es posible que en un principio la respuesta no esté a la altura del maestro. Pero eso no importa. En tal caso hay que entender que una apuesta propia, aunque fallida, es un error menor que apropiarse de una propuesta ajena, por muy acertada que ésta sea. Se trata de dar la espalda a lo conocido y mirar de frente a lo inédito, sin que ello suene a desplante o a despecho. En otras palabras: traicionar sutilmente al maestro, de tal manera que el traicionado lo considere un agradecimiento.

 

 

 


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