Del silencio, teatro
En ciencia, cuando se quiere demostrar que un suceso está vinculado a otro, se llama ruido a todas aquellas variables que impiden ver con claridad la relación entre los sucesos a estudiar. Así, por ejemplo, si queremos estudiar la influencia del alcohol en la aparición de cáncer de pulmón, tendremos que analizar con cuidado el consumo de tabaco. De lo contrario, podríamos concluir que el alcohol produce cáncer de pulmón, cuando la realidad es que el alcohol se asocia con el consumo de tabaco, y es este factor el que aumenta el riesgo de padecer esta clase de cáncer. En ciencia, controlar el ruido que producen este tipo de variables de confusión resulta primordial para llegar a conclusiones sólidas y útiles.
Si en estadística ruido es aquello que distorsiona y cuestiona los resultados, en teatro se me ocurren infinidad de ruidos diferentes. Ruido es esa voz interior que te dice que siempre lo haces mal. Ruido es la otra voz interior que dice que siempre lo haces bien. Ruido son las voces que juzgan sin haberse ganado el derecho a opinar, como escuchar a un experto en deportes que nunca se ha puesto un chándal. Ruido es intentar entender con números lo que no se ajusta a ninguna ecuación. Ruido es llamarse David y creerse Goliat. Ruido es un éxito que se cronifica en la cabeza. Ruido son aplausos que suenan huecos. Ruido es uno mismo hablando sin parar, creyendo saber lo que hay que hacer. Ruido es el silencio de los teatros vacíos, incapaces de llenarse con el teatro que hacemos.
Echo la vista atrás. Busco teatros del silencio. Teatros que huyeron de ruidos estridentes y de ruidos armoniosos que sonaban a agasajo y triunfo. Aparece Stanislavski en 1905 creando el Primer Estudio del Teatro de Arte de Moscú. Saboreaba entonces el éxito de su revolucionario teatro naturalista, y sin apenas darse espacio para su disfrute, abrió esa suerte de Laboratorio para investigar alternativas estéticas al naturalismo imperante. Está Meyerhold, flamante director de los teatros imperiales, que en su tiempo libre se hace llamar «Dr. Dapertutto» para pasar desapercibido en los cabarets, sótanos y pequeños teatros que le gusta frecuentar. Bajo ese pseudónimo ofrecerá cursos y creará espectáculos de otra escala, que a la postre resultaron fundamentales para el desarrollo de la biomecánica.
Hay más ejemplos. Jacques Copeau antes de establecer su compañía en París, reunió a sus jóvenes actores y se los llevó a Le Limon, un lugar en el campo, lejos de los bullicios de la ciudad, donde podían entrenar y crear en un ambiente sereno e inspirador. O Peter Brook que, después de alcanzar enorme prestigio como director convencional y experimental, reúne a su compañía y se va de gira por diversos lugares de Irán y África ofreciendo un espectáculo cuya escenografía consiste en una simple alfombra. Y cómo no, hay que hablar también de Grotowski, que, en la cima de su trayectoria como director, decide comenzar una etapa íntima de investigación al margen de la creación de espectáculos.
Se intuye en todos estos casos un alejamiento consciente de un entorno que resulta ser favorable en apariencia, pero que en el fondo impide una búsqueda verdadera, honesta y profunda de lo que se quiere hallar. El suyo es un esfuerzo por desvestirse de lo circunstancial, del lodo que se va pegando en el camino, de todo aquello que es ya ajeno. Alcanzar un momento donde toda trascendencia a la que se aspira es la sencillez.
Dicen que todo lo que ha sido se desmantela. Da miedo el zumbido del desierto. ¿Qué hacer? Surge entonces un impulso quizá vago, quizá débil, la idea de un teatro que emerja de un silencio buscado, un teatro sumergido, al margen de fachadas de cartón, con los recursos que hay alrededor, con los espectadores que surjan alrededor, sin muecas que nos maquillen, sin aspiraciones que se vuelvan burbuja. Sin más. Sin menos.