Desde el desierto
Es uno de esos libros que te abduce. Lo lees de punta a punta y, por algún extraño efecto de hipnosis, no recuerdas haber pasado páginas. El puñetero se te queda haciendo eco por dentro una vez lo dejas en algún lugar predilecto de la estantería. Para entonces sus frases han caído en algún fondo de tu interior, pero como las piedras lanzadas a ras sobre un río, su marejada llega a orillas lejanas. El texto dice hablar de lo inexpresable, dice tender palabras hacia aquello que no las tiene, contentarse con apenas bordear lo inasible. En efecto, se introduce por los laberintos insoldables de la creación teatral y desde allí nos envía una personal hoja de ruta, pero no para que hallemos una salida sino para invitarnos a perdernos por sus impredecibles recovecos. Lo escribe Eusebio Calonge y se titula «Orientaciones en el desierto». Sólo como una paradoja se puede entender que un ideario tan fértil se diga que procede del desierto.
Hay una curiosidad que sorprende la primera vez que uno oye hablar de Eusebio Calonge. Y es que además de ser el dramaturgo de La Zaranda, es su iluminador. Lo mismo crea metáforas con las palabras que pone filtros en las luces. Lo mismo pone filtros en las palabras que crea metáforas con las luces. Pero lo que es una rareza aparente esconde, a mi parecer, la esencia fundacional de su compañía de teatro. Escribir en teatro no es componer sólo con las palabras, implica crear el espacio, la iluminación, la sonoridad, los atuendos… y, finalmente, elaborar la particular armonía que surgirá mezclando todos ellos en un ecosistema común, la obra. Quien ha visto un espectáculo de esta compañía –y pese a lo que diga el programa de mano– intuye que ahí los oficios de actor, director, dramaturgo e iluminador se hibridan y se confunden en busca de su combinación simbiótica. El acto poético sobre la escena emerge entonces como un todo que abarca las palabras y los silencios, los gestos y los objetos, la iluminación y los vacíos. Para muestra, Eusebio nos deja un botón, o más bien una perla:
«Todo en el escenario habla, no solo la palabra; los gestos, la acción, también el espacio escénico y el vestuario, los sonidos y la luz, todas son fuentes de expresión. Descubrir sus recursos, para que no se diga más de lo que puede oírse, error corriente de la literatura dramática, dilucidar lo esencial para que se produzca el ruido de lo innecesario sino lo armónico o para que no sobren, para que no sean puramente ornamentales sus elementos, esa es nuestra dificultad, el equilibrio entre las distintas expresiones que conforman lo que es en sí el lenguaje teatral.»
Cuando se habla sobre el origen de las Artes Escénicas, cada gremio tiende a filtrar el asunto desde su punto de mira. Quienes danzan, creen que la danza fue lo primero; los músicos opinan que fue la música, pues no puede haber danza sin ritmo. Quienes cantan se atribuyen el mérito, esgrimiendo que la primera música fue vocal y que, además, fue anterior a las palabras, pues articular sonidos para comunicar implica inevitablemente crear una melodía. Quienes se dedican al teatro lo tienen claro: la escena es ritual y aducen que el rito es la madre de todos ellos. Y los iluminadores, pensando que no hay espacio ni acción sin luz, y dado que los antiguos rituales tenían lugar en oscuras grutas, piensan que antes de todo hubo una primera estratégica colocación del fuego, un diseño de iluminación primigenio. Dejando de lado este tira y afloja sin cuerda, en la actualidad se piensa que las pinturas rupestres son los únicos vestigios que quedan de las primeras celebraciones sacras, aquellas que originaron las diferentes Artes Escénicas; ritos primitivos donde convergían en armonía, además de la pintura, la danza, el canto, la música y el fuego.
Esta idea que creemos tan moderna de mezclar los diferentes lenguajes escénicos y donde la dramaturgia abarca la escritura de todos los elementos expresivos de la escena, está, en realidad, en los principios de todo. En La Zaranda este eco del origen se hace presente, palpable, palpitante. Por eso su arte es de una contemporaneidad radical, casi se diría que perpetua, que no se desgasta en rarezas, experimentos fugaces ni tecnologías quiméricas. Así consta, como escrito sobre aire, en estas orientaciones que Eusebio nos hace llegar desde el desierto.