Mirada de Zebra

Diario de escena (III): Vestidos de sombra

Sábado. 18:25. Todo parece estar preparado para el primer pase completo del espectáculo. Entre bastidores, sin embargo, se oye a alguien que trata de amortiguar el sonido de sus pasos acelerados. Es Eduardo Zallio, responsable del sonido, que reajusta algunos cables. A mi lado, acompasado en la misma celeridad, escucho el teclear de la mesa de iluminación. Táclata, táclata, táclata, ¡mic! Son los dedos de Javier García, iluminador. Bajo la oscuridad, entre el silencio concentrado de los actores, Edu y Javi apuran el último segundo para que el sonido y la iluminación, aún en plena construcción, den la mejor versión en función de lo trabajado hasta el momento.

Edu y Javi son los técnicos de sonido y de iluminación, respectivamente. Les llamo aquí «técnicos» para que me entiendan, pero en realidad nunca utilizo esa palabra cuando hablo de ellos. La palabra «técnico» da la impresión de un oficio repetitivo, aséptico, que sólo consiste en colocar, arreglar, disponer. Y si bien es cierto que Edu y Javi colocan sus aparatos técnicos, los arreglan o los cambian cuando éstos fallan y disponen todos los medios para sustentar y envolver el espectáculo, su trabajo excede la responsabilidad meramente mecánica. El instinto creador que ellos cultivan, su deseo de comunicar con sensibilidad artística desde el lenguaje que manejan, hace que la palabra «técnico» suene demasiado pequeña, como incompleta. Por eso no la utilizo.

A pesar de lo cual es innegable que gran parte de las conversaciones que mantengo con ellos tratan sobre cuestiones eminentemente técnicas. Hablamos de recortes, de pares, de PC-s, de ángulos de incidencia, de intensidades, de contrastes. Hablamos de tipos de micrófonos, de rever, del tempo de cada atmósfera sonora, de tipos de filtro. Pero el trabajo sustancial consiste en el sentido dramatúrgico que adquiere todo ello sobre la escena. Por ello el debate brilla más cuando procuramos que la iluminación sea un narrador silencioso, que introduzca la historia, los personajes, los diferentes espacios, que dé sentido a las luchas y los conflictos de la urdimbre, que busque su propia desaparición hasta el oscuro final. O cuando buscamos que el sonido defina los diferentes espacios o genere motivos que se cuelan sigilosamente en el subconsciente del espectador, creando en él un recorrido sensorial particular. Tratar de entender, en última instancia, que sonido e iluminación no son sólo cuestiones de musicalidad y belleza visual, sino elementos primordiales del sentido narrativo y sensorial de la propuesta. Ese es el complejo reto al que nos enfrentamos. Que iluminación y sonido sean dos lazarillos que acompañen al espectador, embelesándolo, engatusándolo, engañándolo para robar su atención mientras se deleita, lazarillos que guíen sus ojos y sus oídos hasta conducirlo a una compresión racional y emotiva de lo que sucede ante ellos.

Las 19:50 del mismo día. El primer pase del espectáculo ha finalizado. Miro a mi izquierda. Ahí están Edu y Javi. Callados en la oscuridad. Vestidos de sombra. Poco a poco en el escenario se oyen los primeros cuchicheos, las primeras sonrisas, los primeros comentarios que construyen anécdotas perecederas. Hay en el ambiente una mezcla extraña de satisfacción y caos, característica de quien hace algo excitante por primera vez. Como dice Virginia Woolf en una de las escenas, refiriéndose a la novela que no acaba de ultimar, «aún queda mucho trabajo por hacer». Eso mismo leo en los ojos de Edu y Javi, donde también leo confianza para poder llevar adelante la propuesta que tenemos entre manos. Estamos a un mes del estreno. Tiempo suficiente para diluir con el placer la meticulosa labor que nos espera.


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