Diario de escena (V): Motivaciones y recompensas
Hablar de motivación en teatro es tocar uno de los quid de la cuestión. Por un lado, es habitual analizar y trabajar las motivaciones de un personaje. Intentar visualizar los deseos velados que están detrás de sus acciones. Buscar los motores interiores que movilizan su comportamiento. Pero mencionar la motivación es también llegar al subtexto de la vocación, a esas razones desvestidas de palabras que dan sentido al oficio, a esa llama que sólo se apagará cuando ya no quede nada.
A vueltas con la motivación, hace poco conocí un curioso experimento que desarrolló Walter Mischel. Tan motivado como estaba por investigar los intríngulis de la motivación, a este psicólogo americano se le ocurrió hacer lo siguiente. Reunió a un grupo de niños de cuatro años e individualmente les planteó un dilema. Solos en una habitación, sentados frente a una mesa, el niño se encontraba con una sabrosa golosina a la cual era difícil negarle ojo y diente. Ante la evidente tentación, Mischel les ponía en un compromiso. Podían comerse la golosina, pero si conseguían esperar cinco minutos sin llevársela a la boca, él mismo les traería una segunda golosina y podían entonces darse el festín de comerse las dos. Las estrategias que los niños buscan en soledad para no sucumbir a la gula son múltiples: ponerse de espaldas y aplicar una de «ojos que no ven, lengua que no siente», cantar para distraer la mente, comerse las uñas como aperitivo menor, chupar la golosina sin querer dejar huella, y por supuesto también niños que asumen abiertamente que la tentación es más fuerte que ellos y se zapan la golosina sin mayor remordimiento. Pero más allá de admirar la desnuda sinceridad con la que los niños gestionan la tentación, lo cierto es que las conclusiones del experimento revelan que aquellos niños capaces de aplazar la recompensa, aquellos que –nunca mejor dicho– logran hacer de tripas corazón y esperan a la segunda golosina, son los que con los años tienen mejor proyección académica y profesional.
En una primera reflexión es fácil pensar que en teatro la doble golosina, la recompensa más objetiva es la actuación, el momento de compartir con los espectadores el trabajo realizado. En este sentido, aplazar la recompensa, asumir un largo y duro proceso de ensayos hasta que llegue el ansiado estreno forma parte del oficio. En nuestra manera de proceder, sin embargo, intentamos que el trabajo de creación sea una recompensa en sí misma, algo con entidad propia independientemente del resultado, entender que el pastel que antecede a la gran tarta puede ser tanto o más sabroso que esta última. En definitiva, cuidar que el proceso, con sus vaivenes, sea tan enriquecedor como el resultado.
En este complejo equilibro de motivaciones, cuando cada vez estamos más cerca del estreno, vamos ultimando los detalles. Azegiñe Urigoitia, responsable del vestuario, ya nos ha entregado todos los ropajes. Delicado y fino siempre su trabajo, cuidando hasta lo imperceptible la selección de los tejidos, los patrones, la composición de los colores y, por encima de eso, con la clara predisposición de remar a favor en esta poblada balsa colectiva. Eduardo Zallio sigue perfilando los diferentes espacios sonoros, cada vez con mayor sutileza, buscando anclajes en las acciones, en las palabras, en la luz. Con la iluminación también hemos avanzado, Javier García va dando las claves sobre un espacio escénico que sólo revela su potencial cuando los haces acompañan. Continuamos ajustando escenas, acortando algunas, añadiendo en otras, puliendo el ritmo. La búsqueda sigue viva. Y todo ello cuando el sábado 26 de noviembre hacemos un preestreno con una treintena de espectadores invitados.
Ya ven. Atrapados en el juego difuso de las motivaciones y las recompensas, empezamos a compartir el pastel, al tiempo que lo cocinamos y degustamos. Son días intensos.