Dislexia escénica
Si nos atenemos a las estadísticas, a los presupuestos, a las ofertas, es el momento histórico en el Estado español en el que existen más centros de formación privados y públicos que atienden a la demanda de miles de jóvenes que quieren estudiar de manera reglada o circunstancial cualquier disciplina dentro de las Artes Escénicas. Muchas, o varias comunidades autónomas, tienen sus escuelas superiores en arte dramático y sus conservatorios para danza; son muchas las universidades públicas y privadas que programan cursos superiores, masters, grados propio , con un énfasis casi enfermizo en todo lo referente a la gestión, pero abiertas a todas experiencias, además en las ciudades grandes, medianas y pequeñas han florecido cientos o quizás miles de estudios, escuelas de tiempo libre, para iniciación al teatro de niños, de cursos de danza de todos los géneros para una formación continúa o para el entretenimiento.
Durante generaciones los estudios reglados estaban limitados, la formación se recibía (y todavía sucede así en un porcentaje elevado) a base de dosis salteadas, de cursos, cursillos, talleres, encuentros. Fragmentario, superficial y en ocasiones caótico. Y sin garantís de calidad en la enseñanza. Viendo algunos currículum se detecta esa necesidad, casi angustiosa de conocimiento desarrollado por muchas personas dedicadas vocacionalmente a las artes escénicas, en el que se solapan técnicas, estéticas, metodologías, conceptos generales y prácticas puntuales en ocasiones de manera contradictoria. No se puede asegurar que los conocimientos se puedan acumular, pero, desde luego, siempre es un buen síntoma que alguien haya dedicado tantas horas a su formación.
Las Escuelas Superiores, como imagen de lugar de máxima competencia educativa, están cuestionadas. Son estructuras funcionariales muy poco flexibles. Allí se pueden encontrar profesores con diez trienios que están repitiendo su primera clase durante estos años. Y esa primera clase fue un resumen de algún libro que le sirvió para ganar la oposición. Pero hay personal docente con formación y antecedentes artísticos suficientes como para estar allí, pero ¿se les hacen pruebas de idoneidad educativa? En, fin, eternas preguntas que no tiene respuestas muy esclarecedoras.
Para que no se confunda mi idea general, aseguro que es mejor que existan lugares de formación a que no existan. Pero con cuidado, si existen y son malos educativamente, serán malos sus resultados. Hay que exigir a los docentes más que a los educandos. Sin un buen plantel de educadores y formadores, no hay escuela que se pueda reconocer. Lo que hay son títulos que habilita a sus poseedores para otros menesteres, aunque no sea suficiente para renovar la escena o para dotarla de nuevos aires y propuestas.
Y ahí bien mi reflexión gaditana, con un viento de levante ensordecedor, uno detecta desde hace mucho una suerte de dislexia escénica. Se lee en programas de mano, en manifiestos, en declaraciones de objetivos, contextualizaciones de seguimiento de un gran maestro, pero en el momento que de la verdad, cuando se encienden los focos, no sale ninguna frase escénica clara, se confunden por la declamación, el texto, el movimiento, la escenografía o la coreografía, no hay claridad, no se termina bien, se cambian las sílabas de los lenguajes escénicos y se entra en un territorio de falta de rigor, de poca coherencia, que no se puede considerar como sustantivo, sino como residual. No hay nada nítido, y la duda razonable es que no se trata tanto de una decisión creativa, de buscar una ambigüedad o una no alineación con ningún método o escuela, sino una falta de identidad, de pericia, de profesionalidad o talento, recubierto por ese nocivo eslogan de todo vale.
Quizás sea mucho pedir que se vayan concretando estas propuestas, que se delimite, porque probablemente se trate de unos conceptos arrumbados por las escuelas actuales, o las modas recibidas de oídas, en donde al no tener señas de identidad, ni procedencia reconocible, ni corpus artístico de entidad que los respalde los docentes todo se produce en los márgenes, en el terreno baldío de una suerte de estercolero donde crecen de manera espontánea (y casual) flores. El teatro más convencional, el más comercial, incluso el institucional, que se mueve entre esas franjas de no riesgo, tienen los códigos muy definidos. Un teatro antiguo al que le pintamos la fachada y al que incorporamos detalles ornamentales de lo más avanzado. Pero en cuanto se pasa de ahí, en lo que debería ser alternativo, se encuentran demasiados fallos de concepto, de estructura, de dramaturgia, de interpretación, espacio y estética. Yo lo achaco a una falta de buenas escuelas. O de buenos maestros. Y a que el mercado de la miseria no exige mayores avances. Y a que los públicos están ausentes de este debate.
¿Están o no están los públicos en las decisiones de producción, creación y programación? Voy a esperar una semana para contestar.