Don Quijote en el Mar de Vigo
El Quijote es muchas cosas. Su alcance universal no tiene límites, como productor de significados e imágenes. La novela de Miguel de Cervantes, desde su primera edición en 1605, ha inspirado obras en todos los campos del arte. En el de la danza ha originado diversas coreografías desde la de Franz Hilverding estrenada en Viena en 1740.
Podríamos pensar que un personaje tan fantasioso, como es el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, por asociación, se avendría muy bien con el arte de la danza, ya que ésta, en sus estilos clásicos, siempre ha querido despegarse del suelo y elevarse hacia las nubes.
La danza clásica sueña con el vuelo, igual que Don Quijote soñaba aventuras que, aún en su contraste respecto a la realidad prosaica, parían lances fantásticos.
La coreografía de Don Quijote, que el repertorio clásico de ballet ha estabilizado y retomado en múltiples ocasiones, hasta el día de hoy, es una sedimentación de varias versiones, coronada por la de Marius Petipa, creada para el Teatro Bolshoi de Moscú y estrenada en 1869. Más tarde, el propio Petipa, le daría una revisión para el Teatro Imperial de San Petersburgo, estrenada en 1871, en la que incluía elementos más teatrales y arriesgados respecto a las convenciones del ballet. En 1900, su discípulo Alexander Gorski, admirador del trabajo revolucionario de Stanislavsky, introduce en la coreografía de su maestro, Marius Petipa, una dramaturgia en la que todos los elementos compositivos y todos los integrantes del elenco tenían una función más dramática y menos decorativa, individualizando, por ejemplo, a todos los personajes, principales y secundarios, y fomentando su interacción. Don Quijote es una obra de ballet en la que no hay héroes ni aristócratas, sino una historia entre personajes populares.
El 20 de enero de 2018, la Compañía Nacional de Danza de España, CND, recaló en el Auditorio Mar de Vigo, con la versión coreográfica de Don Quijote realizada por José Carlos Martínez.
Igual que acontece en la versión de Petipa – Gorski, el personaje de Don Quijote, así como el de su escudero Sancho Panza, solo son dos efigies icónicas, secundarias, que entran en la historia de amor entre Quiteria y Basilio, perteneciente a dos capítulos de la segunda parte de la novela de Cervantes: “Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico con el suceso de Basilio el pobre” y “Donde se prosiguen la bodas de Camacho con otros gustosos sucesos”.
El argumento, derivado de estos dos capítulos, se centra en la historia de una pareja de enamorados, Quiteria y Basilio, y su lucha para conseguir estar juntos, ya que el padre de la chica, Lorenzo, la quiere casar, contra su voluntad, con un pretendiente rico, Camacho, porque Basilio, el barbero, no tiene títulos ni dinero que ofrecerle a Quiteria.
Por tanto, el ballet Don Quijote centra su trama argumental en un embrollo amoroso, enfrentado a una boda de conveniencia y en la colaboración externa, casi como un deus ex machina, ejercida por el caballero de la triste figura, desfacedor de entuertos.
Aunque el entuerto, finalmente, lo resuelve la picaresca del barbero Basilio, cuando interrumpe la boda de su amada con Camacho, justo antes de que se consume el matrimonio y, declarando su dolor, finge clavarse su navaja de barbero. Por piedad hacia el joven agonizante, Don Quijote apremia al padre de Quiteria y al sacerdote para que accedan a cumplir la última voluntad del moribundo, casándolo con Quiteria, su amada, ya que ésta quedaría viuda en minutos y lista para casarse con Camacho. Lorenzo, el padre de Quiteria, accede y apenas se ha bendecido el enlace, Basilio se levanta del suelo y lo celebra.
El ballet, en 3 actos, de José Carlos Martínez, basado en la versión de Marius Petipa y Alexander Gorski, luce, al máximo, el esplendor del virtuosismo del ballet clásico, salpimentado por braceos de danza española, algunos pasos y gracias toreras, y algún momento de zapateado flamenco.
El primer acto es una fantasía colorista de estampas folclóricas, en las que se aglutina una buena parte de la iconografía que sustenta la construcción de una identidad española: la cuadrilla del torero, con sus capotes de lidia auténticos, las peinetas y los vestidos de volantes del coro de mujeres, los majos, con aire de chulapones, la exaltación de lo pasional en el rojo sangre del vestido de Quiteria y las mallas de Basilio, así como en la expresión y las actitudes que predominan en todos los personajes… La escena por seguidillas del primer acto, así como la posterior coreografía adicional de bolero y fandango, completan ese ambiente que, en el imaginario colectivo, ha constituido nuestra idea de lo español.
El primer y el tercer acto de Don Quijote de José Carlos Martínez viene a ser una danza de símbolos e iconos del imaginario que conforma la identidad española.
Sin embargo, el segundo acto, sobre todo la escena 2, de aliento más romántico y expresión abstracta, cuando Quijote, después de lanzarse contra un molino de viento, alucina y danza con las dríades, parece conjugar mejor con el océano que baña estas tierras galaicas y el Mar de Vigo, pegado a la ría, donde asistimos a la representación.
El olor indescriptible del mar que impregna Vigo, las nieblas invernales que se posan sobre la losa gris de la ría, se asemejan a esa atmósfera de ensueño, en la escena de las alucinaciones del Quijote: el humo blanco sobre el linóleo negro y la luz lunar haciendo fosforescer los tutús del coro de las dríades.
Frente al ambiente folclórico español, del primer y tercer acto, poblado por los bailes populares, las castañuelas y la guitarra, que Marius Petipa había conocido en los 3 años que pasó trabajando en el Teatro Real de Madrid y en las fiestas a las que acudió en Sanlúcar de Barrameda, el acto segundo se abre a un clima más onírico y esotérico. Las criaturas mitológicas que viven en los árboles, las dríades, hacen de coro geométrico a la deslumbrante bailarina que representa la imagen de Dulcinea, alternando con otra bailarina que encarna al personaje alegórico de Cupido, el dios del amor. Aquí es donde aflora el matiz poético de esa búsqueda del amor perfecto por parte de Don Quijote, encarnado por una Dulcinea sobrenatural. Lo espectral se apodera de la escena y el circo de las piruetas, los altísimos saltos, los giros vertiginosos encadenados y las acrobacias, despegan hacia la estratosfera. La belleza adquiere entonces un halo místico de transcendencia.
Don Quijote de Juan Carlos Martínez y la CND de España desborda de vivacidad y colorido, deslumbra por la complejidad y alta exigencia de los pasos de danza, que arrancan aplausos enfervorizados del público, pero también resplandece por la finura del trazo en la interpretación de todas las bailarinas y bailarines.